Feliz cambio climático

Los lunes, día del espectador


Dicen que algunos supermillonarios ya tienen encargado su billete a Marte o a las arcas de la salvación como en la película titulada 2012. No sé. Lo cierto es que algo pavoroso amenaza objetivamente a nuestro planeta con creciente intensidad, pero es difícil percibirlo intuitivamente salvo por medio de su representación, a causa de la amplitud de los tiempos catastróficos y de nuestra escasa conciencia de las cuestiones que afectan globalmente a la naturaleza, frente a la acelerada percepción de las cosas humanas. Sólo el cine es capaz de condensar en dos horas ante nuestros ojos una catástrofe natural que depende de numerosos factores y procesos, y que no se desencadena súbitamente sino poco a poco, como el deshielo de los casquetes polares.

Greanpeace saludó en su momento la película El día de mañana (2004) de Roland Emmerich con simpatía, por desarrollar en continuidad, a lo largo de 120 minutos, un drama de magnitudes planetarias, que no podríamos percibir en su totalidad por otros medios. En tal sentido es una película valiosa y positiva. Manejando admirablemente un gran presupuesto y a base de hábiles elipsis, relata el cambio climático y la glaciación de una parte del planeta en dos horas de tiempo real y unas cuantas semanas de tiempo de relato. Es además una película de catástrofes que denuncia errores humanos, sobre todo la política de Estados Unidos y otras potencias en materia de emisión de gases contaminantes, que provocan el efecto invernadero y cambios globalmente desestabilizadores en la corriente del Golfo. Su narrativa en clave americana clásica de melodrama con fuertes atracciones, mantiene al público en vilo.

Como era previsible dado su éxito comercial, y coincidiendo con el falso terror al fin del mundo en 2012, que se desencadenó a raíz del descubrimiento de ciertos manuscritos mayas y a la pretendida deriva de la corteza terrestre, en 2009 Emerich dirigió una variante titulada 2012, de gran presupuesto y tremendamente efectista, que resulta más una película de catástrofes que una construcción “realista” del fin del mundo como la anterior. Con un estilo de “montaña rusa”, la película está ambientada en la actualidad. Todo comienza unos años antes, en 2009, con la alineación de los planetas y el Sol, que sufre las mayores tormentas registradas en la historia de la Humanidad. Estas calientan el núcleo de nuestro planeta y provocan desplazamientos catastróficos en la corteza terrestre. Una organización secreta ha comenzado la construcción de gigantescas naves-arcas en la cima del Himalaya para salvar a un grupo representativo de seres humanos, animales y plantas, así como parte del legado artístico de la Humanidad, del que como metonimia sirve la sustitución en el Museo del Louvre de La Gioconda por una copia. Es curioso que en la época de la genética se transporten en volandas con arneses elefantes y jirafas. La película está plagada de ingenuidades y tonterías como estas, pero lo que importa en ella es la espectacularidad maravillosa de los efectos y no perder de vista la hipocresía de los poderosos, que compran billetes millonarios para poder salvarse en las arcas, así como la inoperancia de los presidentes negros y la tierna historia familiar americana blanca, que se ama a pesar del divorcio y se reconstruye gracias a la desaparición del segundo esposo en condiciones que el guión maneja sin vergüenza, contrapuesta a la grotesca familia rusa de millonarios gordos. El monte Ararat de la Biblia donde atracó Noé es sustituido aquí por África, donde atracan las arcas con su cargamento: una Humanidad que espera un futuro mejor que lo ya conocido.

Frente a estas películas que lo juegan todo al exterior de las catástrofes, hay dos de carácter más simbólico e interior que conviene recordar: la australiana de Peter Weir La última ola (1977), y la de Robert Altman Quinteto (1979). La historia narrada en La última ola es aparentemente sencilla, pero de gran complejidad interna y dotada de un fascinante simbolismo arcaico de los pueblos aborígenes australianos, que se entrelaza con el racionalismo contemporáneo sobre un fondo de grandes tormentas de granizo y lluvia torrencial y constante. El protagonista, un joven abogado blanco que trabaja en un caso defendiendo a un grupo de aborígenes, acusado del homicidio de un mestizo que ha robado objetos sagrados, recorre un santuario subterráneo situado debajo de fábricas de gas abandonadas, y en la salida al mar se encuentra con su destino en forma de una ola gigantesca que lo engulle, como metáfora del fin del mundo predicho en las pinturas nativas. Por su trabajada ambigüedad en el manejo de la racionalidad blanca y lo mágico aborigen, La última ola pasa por ser una de las películas fantásticas, en clave de thiller antropológico, de mayor calidad de los años setenta.

Una película con el mismo tema de la glaciación que la primera de Emmerich, aunque tratada de modo diametralmente opuesto, es la de Robert Altman Quinteto (Quintet, 1979), muy influida por el nuevo cine europeo. Es un film de ciencia ficción futurista, que transcurre en plena glaciación, cuando ya no hay rastros de la cultura tecnológica del siglo XX y los supervivientes se han refugiado en las ruinas de una metrópolis medio sumergida en los hielos, donde llevan una existencia dura, precaria, marcada por el frío, la escasez y la esterilidad. La única bebida es licor de musgo, no nacen niños y la actividad principal es jugarse la vida al “quintet”. El gusto de Altman por los números y las combinaciones de las historias y los personajes hace de esta película un extraño juguete de precisión, metálico y helado, un mundo cerrado en sí mismo donde el frío se combate con la adrenalina que proporciona el peligro de muerte.

El cambio ya está aquí y traerá consigo probablemente la catástrofe final del planeta o de esta rara especie nuestra tan autodestructiva. En fin, siempre es mejor disfrutar el cine y la literatura que nos transportan a mundos fantásticos exentos de terror real.


Imagen: Fotograma de la película “El día de mañana” (2004), de Roland Emmerich.


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