“Un espectro se cierne sobre Europa, el comunismo” es la primera frase del Manifiesto comunista, publicado en 1848, una afirmación perturbadora que, como en las buenas novelas góticas, suscita atracción y miedo. Queremos saber quién es el espectro y por qué se enseñorea sobre nuestras cabezas. El perfecto inicio, la frase redonda cargada de simbolismo que se convierte en leyenda universal, y por la que matarían escritores y publicistas.
Con el paso del tiempo y miles de traducciones, “Un fantasma recorre Europa” sustituyó la original, más redicha, sin restarle poder y efectividad a la imagen de un ectoplasma que se mueve por Europa a la velocidad del rayo, para corregir abusos y establecer un orden igualitario.
La magia de una buena frase es arrebatadora, crea un espacio en el que nuestro juicio, se echa a un lado para dejar paso a la ilusión y el deseo. La credulidad alivia las escoceduras de esta perra vida. Creemos porque necesitamos creer. Tenemos hambre de mitos y certezas.
De esa necesidad algunos hacen virtud económica, mercancía infinita que se renueva sin desgaste, con recursos técnicos, hoy, tan sofisticados que apenas unos pocos ven el truco, el engaño de la mano más rápida que el ojo.
Cuando vuelvo la vista atrás, con la rancia nostalgia del mejor tiempo pasado, caigo en la cuenta de que seguimos en el mismo sitio, ni un milímetro por delante desde que aprendimos a discursear. Los siguientes dos ejemplos, casi coetáneos del Manifiesto Comunista y de las revoluciones del año 1848, demuestran que es muy fácil convertirnos en víctimas de promesas imposibles, en el primer caso, y de una teoría asesina, en el otro.
Cuando Lydia Pinkham enviudó, inventó una pócima para los males propios de las mujeres. Esta ocurrencia, a la altura del crecepelo, la convirtió en millonaria y en una celebridad, primero en Estados Unidos y luego en todo el mundo occidental. Amplió el foco de su negocio, fundó un periódico donde recogía testimonios de las curaciones milagrosas de su brebaje, mientras anunciaba que era la medicina más grande desde los albores de la humanidad. Esta megalomanía no disminuyó su popularidad, al contrario, atraía multitudes, sobre todo, cuando profetizó que los médicos, en pocos años, ya no tendrían pacientes porque habrían desaparecido todas las enfermedades.
Desde 1874 a 1925 sus productos se vendían para cualquier dolencia y en especial, la esterilidad. A pesar de que era una simple mezcla de plantas y alcohol y de que el fin de la enfermedad se hacía esperar, sus seguidores no perdieron la confianza en sus promesas, tampoco en su infusión.
En la misma época del éxito comercial de Lydia Pinkham, un destacado representante de la medicina, pugnaba por convencer a las mujeres de que una operacioncita de nada les curaría los calambres menstruales.
Extirpar ovarios sanos era la recomendación del reconocido médico británico Baker Brown. Afirmaba que ahí residía el mal. Muchos maridos le creyeron (o lo aparentaron) de manera que, a pesar del recelo femenino, empujaron a sus esposas a la mesa de operaciones de esa eminencia chiflada. Y si las mujeres no mejoraban después de sacarles los ovarios, había que actuar contra los órganos exteriores. Aconsejaba extirparlo todo porque era el método infalible para acabar de una vez con la epilepsia, el insomnio, la acidez de estómago, la alopecia y el mal humor. Aseguraba que las mujeres mutiladas regresaban a su casa satisfechas y locas de alegría (en el caso de que no murieran por el camino o en la mesa del horror, cosa bastante frecuente).
¿Tenemos capacidad para esquivar la fascinación que provoca el engaño envuelto en promesa infalible? Sí, pero para desarrollarla hay que aprender a distinguir el embalaje y no confundirlo con las tripas del mensaje.
¿Conseguiremos algún día escapar del pensamiento «religioso», impermeable a la crítica? Sí. Estoy segura de que el fantasma de la razón, espectro asustadizo e inseguro recorrerá el mundo, si se atreve.