He venido a visitarla de nuevo y siento otra vez esa turbación que transmiten las desmesuras.
Desde mi insignificancia, observo que no ha cambiado mucho. O tal vez demasiado, pero sigue siendo la misma que vi un día que se pierde en mi memoria. Desde entonces, nuestros días han marchado juntos.
No entiendo el concierto de sus piedras. Ni sus torres, ábsides, cúpulas, capiteles, vidrieras, arcos, columnas, colores… en demasía. Ni a su cohorte de arquitectos, vigilantes, picapedreros, albañiles y escultores. ¡Oh, Subirats!
Tampoco entiendo el porqué del simbolismo de los números, ni sus puertas de bronce que no invitan.
No le puedo fingir amor, por mucho que le jure adoración la muchedumbre.
Podría dejar de venir a verla y establecer con ella una nueva relación. Por ejemplo, escribirle, de tanto en tanto y decirle: «Queridísimos María, José, Jesús. Queridísima Sagrada Familia».
Alejarme de ella antes de que se manifiesten las madrugadas insomnes y observar, eso sí, desde el desamor, la imaginación afiebrada de los suplentes del genio.