Cuando conocí a Evaristo Santiesteban tuve la sensación de encontrarme ante un personaje de tiempos pasados. Con su gesto severo y adusto y sus trajes anticuados, sobrios y gastados, parece sacado de un viejo daguerrotipo de alguien que en otra época vivió tiempos mejores y acabó perdiéndolo todo y quedándose solo.
Leo demasiadas novelas, pero seguro que algo de eso hay en la biografía de Evaristo. Sin embargo, creo que nunca pudo disfrutar de una posición social o económica lo suficientemente boyante como para poder haber sido considerado un privilegiado ante la medianía. En realidad, se trata de un profesor de instituto, ya jubilado, que dedicó su profesión a la ingente e ingrata tarea de tratar de inculcar un mínimo de interés por la historia en sus alumnos adolescentes, siempre en una vetusta y anticuada institución educativa en la que ejerció toda su carrera, nada menos que 43 años.
La amargura, me comentó un día, serio y apenado, fue apareciendo en su vida a medida que transcurrían las más de cuatro décadas de su trato académico con sus pupilos, quienes, con los cambios sociales y los avances tecnológicos, fueron convirtiéndose, cada día más rápido, en una juventud muy poco interesada por su pasado y cada vez más instalada en un presente continuo, en una lúdica adolescencia eterna.
No obstante, su gesto cambia y esboza un amago de sonrisa cuando saca a colación (y no deja de hacerlo siempre que tiene oportunidad) que uno de sus alumnos acabó dedicándose a la materia de su asignatura, a su amada Historia (así, con mayúsculas parece decirlo). Este pupilo se había convertido en un reconocido autor de ensayos históricos con un par de libro publicados que habían tenido cierta repercusión en el gremio, algún premio incluso.
Es entonces cuando el rostro de Evaristo Santiesteban, casi siempre melancólico y apagado, se ilumina y, como espoleado por algún extraño conjuro, abre los ojos y vomita una verborrea emocionada y llena de entusiasmo recordando a su alumno aventajado, muy bueno a su entender. Y, de paso, siempre suelta de propina una retahíla de datos históricos que, a su juicio, explican de manera fehaciente por qué somos como somos. Es irrelevante el interés de su interlocutor por lo que cuenta, hasta el punto de que creo que, una vez iniciada su perorata, si me fuera y le dejara solo, él seguiría hablando y hablando de la materia sin darse cuenta de estar hablando al vacío.
A mí no me interesa mucho la historia, dando con mi ejemplo razón a Evaristo en cuanto al inexistente interés actual por conocer nuestros tiempos pasados… salvo que se trate de esas ficciones históricas románticas o bélicas que acaban convirtiéndose en películas o series de televisión. Eso, y lo dice con rabia y enfado reales, eso, afirma Evaristo, es lo que más aborrece del mundo y abomina de esos cursis e irreales argumentos que «banalizan un campo de estudio esencial para una sociedad sana y con futuro», dice.
Creo que Evaristo Santiesteban es un sabio que no ha sabido (o no ha podido) dedicar su saber a una faceta más provechosa que la de pretender, casi siempre infructuosamente, abrir la mente de los jóvenes al conocimiento. Da pena pensar eso de un hombre tan apartado y apagado. A Evaristo no se le ha conocido pareja y se ha dedicado por completo a su pasión, a la enseñanza de la Historia (con mayúsculas). Cuando muera, salvo si alguien lee estas líneas, nadie recordará que ha existido.
Yo lo veo como un hombre triste y solitario que no dejará huella ninguna en la historia (en minúsculas).
(Ilustración del autor. Dibujo sobre papel de caca de elefante).