En la muerte, tu rostro

Cruzando los límites

Costó mucho que los primeros hombres dejáramos de oír las voces de los dioses. Aquellas voces nos acompañaban siempre, como si un ejército de difuntos caminara a nuestro lado. Le sucedió a la santa compaña de Alejandro Magno, que necesitaba emborracharse para acallar aquella necesidad de conquistar, hasta que su propio líder murió en una de las competiciones que organizaba para ver quién, en su ebriedad, lograba alejarse más de los delirios divinos que los incitaban a matar. Guiado por los dioses, que le daban órdenes, Alejandro destruyó Persépolis. Si no la hizo desaparecer totalmente es porque el propio alcohol detuvo a sus hombres, dejándolos inconscientes. Sus antepasados helénicos habían visitado muchas veces el Hades, no eran todavía seres humanos completos. Una parte de su mente actuaba instintivamente, tenía una sola misión: reproducirse y alimentar a toda su prole, como cualquiera de las bestias que poblaban los bosques, pero la otra parte, cuando cerraban los ojos, se sumergía en un mundo lleno de divinidades que impulsaban a los hombres a cometer actos de grandeza; la vida se resumía en un corto periodo a este lado de la existencia, después de haber bebido en el río del olvido, en el que había que experimentar con el cuerpo y la mente todo tipo de sensaciones, incluidas las más macabras, escritas con la ennegrecida sangre de la materia oscura en los recovecos más profundos de una realidad que solo nos deja ver la parte iluminada.

Yo mismo estuve en uno de esos carnavales espectrales en las estepas de Asia. Matamos a todos los habitantes de una ciudad, buscamos a los que nos parecían más honestos y les arrancamos la piel de la cara. El objetivo era hacernos máscaras para entrar en el más allá con ellas y ser juzgados como si fuéramos merecedores de recompensa por una vida carente de pecados. Elegíamos campesinos y artesanos, buenas gentes que fueran devueltas a la vida o enviadas a algún cielo imaginario, no combatientes, pues estos tendrían como destino la compañía de quienes ardían en el más negro y olvidado de los infiernos.

En tiempos fui campesino, pero después de varios viajes al otro mundo, tuve la suerte de nacer en una aldea mongola, en tiempos del gran Khan, y pude vivir una buena vida espoleado por el odio, sin otra consigna que sembrar el horror para sacar partido. Siempre tenía en casa el rostro de un niño que mi principal esposa debía colocar sobre el mío, para que me recibieran tras la muerte como un ser inocente. Pero en la última tirada de aquel juego cometimos un error, pues aquel rostro había envenenado a sus padres y tíos para quedarse con todos sus bienes, y no pude librarme del castigo.

Nunca supe si después de la muerte existía otro lugar que no fuera el infierno o estar en un siniestro y frío paisaje carente de luz solar, esperando medrar de nuevo. Creo que siempre fuimos una mala creación destinada a corromperlo todo, y que la vida en la Tierra es solo una forma de justificar que nuestro único destino es acabar siendo consumidos por el fuego.

Los griegos sabían muy bien que éramos piezas defectuosas desde el momento en que los dioses vertieron sus deseos y emociones en simples bestias, que nunca dejarían de serlo, para convertirnos en seres inteligentes, sin que de la fundición surgiera uno solo que mereciera vivir eternamente.