En la flor de la edad

Las horribles historias de Sileno

Me la he encontrado de cara al salir del vestuario. Estaba allí, tiesa como un palo, esperando a que acabara su marido. Inmediatamente se las ha ingeniado para enhebrar la aguja y echar unas cuantas puntadas.

—¿Has visto a Paco vistiéndose? ¿Se puede saber qué coño hace? —Rosa parecía quemada con su marido, al que le cuesta tantísimo quitarse el bañador, ducharse, ponerse la crema hidratante, vestirse la camiseta y los calzoncillos… atarse los zapatos. Cosas de la edad.

—Enseguida sale —le he contestado con desgana.

Nunca me ha caído bien la mujer de Paco, siempre ansiosa, siempre con prisas. La que sí me gusta, y siempre me ha gustado, es su hija Pilarín, la que se lió con el profesor de francés cuando iba al instituto. Quince años lleva ya con el franchute, y cada día está más buena.

—¿Enseguida sale? ¡A ver si es verdad! Hemos acabado a las diez en punto y llevo casi un cuarto de hora aquí, aburrida, esperándole.

Rosa, su marido y yo, y una docena de jubilados más, hacemos ejercicio tres días por semana en la piscina municipal, aprovechando los cursos gratuitos del Ayuntamiento. Me jode que lo llamen cursillos de la tercera edad. Yo asisto por conveniencia, no porque me guste juntarme con todos esos viejos. ¡No voy a pagar la piscina pudiendo entrar gratis! Paco y los otros sí que están para el arrastre. Pero Rosa, si la ves de lejos y con poca luz, todavía da el pego. Espigada, teñida de rubio y peinada con cola de caballo, podría pasar por una jovencita de cuarenta años, pero tiene más de sesenta. La prueba es que entra gratis con el vejestorio de su marido. Creo que Paco ya no cumplirá los ochenta. Hay que verlos caminar después del baño hasta su casa. Ella, delante, moviendo la cola, y él, algo encorvado, arrastrando los pies y el carrito con las bolsas de deporte. La ciática. A veces se paran a tomar algo en el bar de Braulio. Ella, un bitter sin alcohol. Él una copa de orujo. Así les va.

—Veo muy bien a tu marido —le he dicho, con buena voluntad—. Todavía está ágil para su edad.

—¿Ágil? —Rosa me ha mirado con sorna— ¡Tendrías que verlo en casa después de la cena! De la mesa al sofá, del sofá a la cama y de la cama al lavabo, a mear. ¡Se levanta tres o cuatro veces cada noche! Me tiene harta. Estoy pensando en mudarme de habitación.

No he querido sonsacarle más, aunque hubiera podido. Rosa tiene la lengua tan larga como su insatisfacción vital. Pertenece a esa clase de personas que creen que el mundo les debe algo. Así que he aprovechado para preguntarle por su hija y por el profesor de francés.

—¿Pilarín? ¡Hecha un sol! Ella sí que ha sabido hacerlo. Piensa que cuando yo me casé, Paco me llevaba veinte años. ¡Y toda la vida me ha llevado veinte años, pero ahora se le notan más! Por eso, cuando mi hija quiso repetir la historia con el profesor del instituto la advertí: dentro de un tiempo estarás limpiando babas, así que más vale que te quites esa manía de la cabeza. Búscate un chico de tu edad o más joven. ¿Me oyes? Pues ni por esas. Volvió a caer en el mismo error que su madre. Pero se acabó. Ha cambiado. ¿No lo sabes? Mi Pilar ha dejado colgado a Didier y se ha ido a vivir con unas amigas al barrio de Ruzafa. O sea, que sigue en la flor de la vida. Porque mi Pilarín tiene ahora treinta y tres…

—La edad de Cristo —le he dicho por no callar.

—¿Y tú? ¿Sigues soltero y sin compromiso? —Rosa se me ha acercado adelantando el pubis, embutido en unos leggins de color azul brillante. Su pelo, todavía húmedo, olía a vainilla y cloro de piscina. He sentido cierta repugnancia.

—Solterito y sin bozal. Ya sabes: el buey solo, bien se lame —le he dicho, haciendo acopio de sabiduría. Luego he pensado que no me importaría que su hija me lamiera.

No había nadie más a esas horas en el descansillo del vestuario. Un gran momento para la confidencia. Rosa se ha envalentonado y, suspirando, va y me suelta, con voz melosa:

—Contigo sería distinto, Marcial.

Me he quedado de piedra y he perdido la noción de la realidad. Por un momento he pensado que me estaba emparejando con Pilarín, en la flor de la edad, con treinta y tres años, y sus palabras me han despertado unas ganas antiguas que nunca he satisfecho. ¡Media vida cautivo de las tetas de Pilarín y de su bamboleo! Pero no, Rosa se estaba refiriendo a ella misma: espigada, teñida de rubio y peinada con cola de caballo, oliendo a vainilla y a cloro de piscina. Había luz en el descansillo y estaba demasiado cerca: el pelo pajizo, el cutis flácido y seco, las verrugas del cuello, el pellejo bronceado de los brazos…

En ese momento ha salido Paco del vestuario, húmedo y lento como un caracol. Así que he aprovechado para despedirme y dejarlos solos con su descontento. Me he excusado con no sé qué prisas sin sentido. ¡Ah, sí! Les he  dicho que tenía que sacar a mear al perro de Ginés o algo parecido. ¡Yo, que odio los perros!