Cuando entró esa mañana al edificio de cristales donde tenía la sede la empresa para la que trabajaba, el señor M no podía suponer que aquel lunes su rutinaria vida se vería alterada de la manera en que ocurriría. Como cada día laboral, mostró su tarjeta de acceso y cruzó el arco detector de metales saludando con aburridas y repetidas bromas al guardia de seguridad y al conserje.
Trabajar en aquel mastodóntico edificio tenía ventajas evidentes, sobre todo, por la modernidad de las instalaciones, dotadas con los más novedosos y eficaces avances tecnológicos, pero había que sufrir los continuos controles de seguridad y, regularmente, los simulacros de evacuación por alertas terroristas, ya que ahí se ubicaban empresas de gran poder estratégico y económico para el mundo social y político del país. Todo estaba controlado con precisión y las cámaras de vigilancia observaban todos los rincones comunes durante el día y la noche.
Aunque ya estaba el señor M acostumbrado a todas esas molestias, pues eran más de cinco años los que allí llevaba trabajando, justo desde que la modesta empresa que le contrataba tuvo un afortunado golpe de suerte con un inesperado buen cliente. Los beneficios de aquella asociación les permitieron ascender en la escala de prestigio y trasladar su sede desde el pequeño piso de un barrio barato y sucio a aquel moderno edificio, emblema ya del perfil de la ciudad.
Así que no le supuso al señor M ningún esfuerzo ni molestia llegar al ascensor que le subiría a la novena planta tras, nuevamente, identificarse con el código de su tarjeta personal.
Al llegar al rellano donde estaban sus oficinas, saludó a la secretaria de una de las otras dos compañías que ocupaban los otros espacios, incidiendo, como cada día, en su magnífica sonrisa de “las mañanas”, y acto seguido abrió la puerta de la sede de su empresa con su propia llave. Pese a no ser accionista, sino tan solo un empleado, solía ser el primero en llegar, ya que, dado el tiempo que llevaba trabajando para su jefe, este le había concedido el privilegio de ser quien “despertara cada día los asuntos de nuestra casa”.
Paralizado y enmudecido.
Así quedó el señor M cuando abrió los paneles de las espléndidas puertas de la empresa y, tras ellas, no vio lo que llevaba viendo desde que allí se habían instalado. En lugar del mostrador para la recepcionista, que presentaba la imagen de la marca ante un muro tras el que se hallaban los despachos propiamente dichos, se topó con un espacio totalmente diáfano, con paredes oscuras y una iluminación muy tenue, casi inexistente, que ponía la atención en el rincón del fondo, en donde había un piano de cola con alguien sentado ante él tocando algo que el señor M desconocía, que no podía identificar.
Aturdido, miró hacia todos los lados y volvió sobre sus pasos para observar de nuevo el número de despacho en el descansillo donde le había dejado el ascensor. No, no se había confundido. No podía haberse confundido. Su llave, la llave de su empresa había abierto la puerta de las oficinas donde llevaba trabajando varios años… pero su interior no correspondía con lo que debía encontrar allí… y no es que no esperase encontrar lo de siempre, pues daba por supuesto que lo de siempre iba a estar allí.
Con cierto titubeo y una inesperada vergüenza, el señor M se acercó despacio y con extrema precaución hacia el rincón del piano, que parecía estar mucho más lejos de lo que su visión le daba a entender y las dimensiones que recordaba de la oficina hubieran permitido. Al aproximarse, pudo ver que el pianista tenía los ojos cubiertos con una cinta de tela negra. Tocaba a ciegas, pese a que frente a su rostro, en el atril, reposaba una partitura. Klaviersonate, Op.1 de Alban Berg. Es lo que estaba escrito en la cubierta de la partitura, que se mantenía cerrada mientras el pianista cegado tocaba. Nunca había oído esa música.
—¿Qué es esto? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? —preguntó el señor M atropelladamente. Pero el pianista seguía tocando, ausente ante las preguntas y hasta ante la misma presencia del señor M.
Totalmente desconcertado, el señor M miró a su alrededor y vio que en el otro extremo del salón se encendió una luz aguda que centraba su foco en alguien sentado en una silla. Hacia él caminó con gran prudencia, pues la oscuridad era casi total, a excepción de las luces del pianista y la del hombre hacia el que se dirigía.
El de la silla era un hombre obeso, extremadamente gordo, que mantenía las piernas abiertas debido a que su grosor le impedía juntarlas. Sus manos, con dedos cortos y gruesos como chorizos, se apoyaban sobre sus rodillas y mantenía su oronda cabeza desplazada hacia delante, como si quisiera ver algo con detalle. Sin embargo, sus ojos, achinados en su forma y con grandes bolsas bajos ellos, parecían observar la nada, con la mirada perdida en la oscuridad. Mientras, balbuceaba algo que al señor M le pareció entender como “Mamá oprime la cabeza” y que repetía una y otra vez de manera obsesiva, al tiempo que balanceaba su cuerpo adelante y atrás compulsivamente.
No supo bien por qué, pero la actitud, la forma y, sobre todo, las palabras que pronunciaba el señor gordo, asustaron intensamente al señor M, que buscó a su alrededor la manera de huir de esa incómoda experiencia. En un rincón cercano le pareció distinguir los perfiles difuminados de una cerradura. A pesar de la casi total oscuridad, intuyó que en esa pared había una puerta y hacia ella se dirigió, esperando encontrar respuestas a las inquietantes preguntas que se le planteaban con lo que estaba viviendo. Agarró el pomo y lo giró. Estaba abierta. Con más miedo que antes, atravesó el umbral.
—¡Hombre, M! Siempre el último. No trabajes tanto que luego nunca lo agradecen —dijo un tipo desnudo que estaba secando su cuerpo con una toalla. Junto a él, otros muchos, todos desconocidos para el señor M, estaban vistiéndose o saliendo de las duchas que parecía haber al fondo. Varios también le saludaron. Parecía el vestuario de un gimnasio, con taquillas en las paredes, bancos corridos para cambiarse, vaho en el ambiente y un intenso olor a humedad, a sudor y a pies. El ambiente era risueño, propio de un viernes al acabar la semana laboral.
—¡Hasta el lunes! —le confirmó otro individuo al tiempo que salía por un pasillo al fondo de la sala. El señor M no conocía a ninguno de los que allí estaban, pero todos le trataban con la familiaridad de compañeros de trabajo de mucho tiempo. En su oficina nunca había habido duchas…
Anonadado, caminó entre ellos, sonriendo tímidamente a las chanzas de unos y otros y observando todo con evidente expresión de estupor. Descubrió que una de las taquillas tenía una gran M grabada en su puerta y, sin saber por qué, la abrió.
En su interior, encontró lo normal que puede esperarse encontrar en una taquilla: un traje con su camisa y unos zapatos, todo exactamente igual a los que llevaba puestos. Pegada al interior de la portezuela, una foto mostraba una estampa familiar con una mujer rubia, un niño de unos cinco años y ¡él mismo! Pero el señor M no reconocía ni a la mujer ni al niño, aparentemente su familia, que ni tenía ni había tenido nunca.
Mientras, unos y otros en el vestuario acababan de vestirse y se despedían.
—¡Parece que no tienes vida fuera del trabajo —le espetó el que, al irse, dejó al señor M completamente solo.
Como si estuviera hipnotizado, su gran desconcierto le hizo cambiarse de ropa, aunque con ello nada varió su aspecto. Miró el reloj de la sala e indicaba las 18:30, cuando, según sus sensaciones y recuerdos, cada vez más alterados, hacía poco más de una hora que había entrado al edificio de su oficina un lunes por la mañana…
Cerró la taquilla y, por pura inercia, siguió los pasos de los que se habían marchado. Un pasillo angosto y mal iluminado le llevó hasta una estropeada puerta ante la que se detuvo. Otra puerta. Una más. Casi sin reflexión, la abrió y salió a otro pasillo que, este sí, le resultaba muy familiar. Tan familiar como el pasillo de la estación de metro por el que todos los días de trabajo salía al exterior de la calle para llegar a la oficina. Continuó mecánicamente el recorrido que hacía siempre y, por fin, por segunda vez ese día, salió a la gran plaza en la que, a unas cuantas decenas de metros, se ubicaba el edificio donde trabajaba.
Y, como cada mañana, miró su reloj para comprobar la hora: las 09:15, justo el momento en el que llegaba casi todos los días para abrir la oficina quince minutos después. Y, de manera rutinaria, se dirigió al edificio de cristales donde tenía su sede la empresa para la que trabajaba.
Como cada día laboral, mostró su tarjeta de acceso y cruzó el arco detector de metales saludando con aburridas y repetidas bromas al guardia de seguridad y al conserje… Como cada día laboral. ¿No había empezado su jornada hacía un rato? ¿Por qué la empezaba de nuevo? El señor M volvió a subir a su planta y, de nuevo, saludó a la secretaria de la empresa vecina.
—¡Gran sonrisa de las mañanas —repitió una vez más.
Metió la llave en la cerradura, giró la manija de la puerta…