Eladio se ha traído un puñado de humo en el bolsillo de su chaqueta. La duda reside en si es humo negro o humo blanco.
Seguramente es una parte de él mismo. Guarda con esmero el equipaje que lleva en el bolsillo; mucho más que la maleta de cartón donde lleva sus pertenencias.
El viaje en tren ha sido largo. Viene del sur… horas y horas de traqueteo. En alguna estación ha comprado agua en el carromato que se acerca a las ventanillas de los compartimentos. La sed le puede. Ha ido comiendo pan y queso: lo único que tiene. Y un par de naranjas.
Al fin, la estación de Francia ha asomado por la ventanilla.
Nadie lo ha recibido, viene solo y está solo. Corre el año 45. Solo seis que terminó la guerra.
Los primeros tiempos en la casa de la matrona no han sido fáciles. Siempre encerrado en la habitación cuando termina el trabajo. De la comida no se queja; mejor que nada.
De todos modos, conocer a Pepita en la fábrica de vidrio le ha devuelto la sonrisa.
A Eladio le gustan mucho las mujeres y tiene fama de conquistador; las quiere a todas, a todas las encandila, y hoy aquí, mañana allá. Hasta su hermana le dice: tú siempre andas detrás de una escoba con faldas. Y, claro, esta fama también ha viajado con él desde su Huelva natal. Pero eso Pepita no lo sabe.
Pronto, se casan y viven en un barrio de Barcelona, en la casa familiar de ella. Allí manda el cuñado. Se ríen de él porque Eladio es andaluz y, a modo de chascarrillo, le llaman «caminallums» (anda-luz). Él se lo toma a broma, no quiere tomar cuenta, pero el cuñado lo hace a posta y si duele mejor.
En poco tiempo Eladio habla un catalán que muchos quisieran. Como maestro no le cuesta mucho, y además se añade el interés. Le distingue que aplica la fonética a su aire y por ejemplo en lugar de «pople» dice «poble». Tal y como se escribe.
En realidad, Eladio huye de la cárcel y sus recuerdos. Aún no entiende por qué, un día, sin explicación alguna, lo soltaron. Había estado en las celdas de los condenados a muerte. Cuatro o cinco años. No quiere acordarse. Pero los oídos le rechinan todavía cuando oye un cerrojo de madrugada. Y teme una y otra vez que sea él al que vienen a buscar. Siente el frío de aquella noche de invierno metiéndosele en los huesos, en el recorrido de la estación a su pueblo como si de hoy se tratara; era el frío del miedo que, desde cualquier parte, le metieran un tiro certero, un tiro de muerte.
Pero cuando su mujer le pregunta: ¿qué día era? Responde: No sé, no me acuerdo. Cómo va a revivir el viaje maldito, cómo va a acordarse del último suplicio… Sólo que lo soltaron; y sin decirle nada.
Dicen que lo soltaron por buen comportamiento. La gente es malvada.
Sindicalista, rojo, malhechor, maleante… en el pueblo todos le conocen y ya nadie lo ve como cuando era maestro.
Huye Eladio, huye —se dijo un día.
En Barcelona ha rehecho su vida. Ha recuperado su dignidad. Aunque aquí los tiempos también son difíciles. Ahora tiene una hija a la que le cuenta cuentos por la noche cuando la acuesta. Ha mejorado y trabaja de administrativo en la fábrica de contadores de gas.
Su mujer y su hija van a la iglesia; Eladio no lo soporta pero en estos tiempos hay que cuidar las apariencias. Por supuesto él no pisa la iglesia; pero hoy ha hecho una excepción. Su hija hace la primera comunión
De hecho, él sigue en la brecha pero nadie lo sabe. Sólo su mujer.
Su vida se reduce a trabajar, el silencio impuesto y la lucha. Cuida de los suyos y soporta al cuñado, que es mandón y retorcido, de aquellos que se hacen el bueno y el sabio pero que Dios nos libre de ellos.
Y en su día se ha ido como vino, sin nada más que humo en el bolsillo. La diferencia es que ahora el que lleva es humo blanco.
Deja una hija y algunas pertenencias, el reloj de pulsera entre ellas y el aro de matrimonio. Nada más.
Quizá un puñado de recuerdos que nunca ha contado.