Mi tía Tere era mi tía favorita. Era pequeña y pizpireta, de ojos muy vivos. Pese a la edad, conservaba una blanca y alineada dentadura, enmarcada en unos labios bellamente dibujados; tiempo atrás suspiró por ellos un hombre muy guapo. Fumadora empedernida, hasta que, ya mayor, el Alzheimer la fue dejando en blanco y los paquetes de tabaco empezaron a tener una utilidad desconocida, amontonándose por los cajones, estantes y demás mobiliario de la casa.
Modista de toda la vida, de jovencita copiaba con muy buena puntada los modelos que lucían las actrices de las sesiones dobles del Benlliure; por eso en las fotos siempre parecía la protagonista de alguna película de Hitchcock. Bebía mucho café, en vaso, con un chorrito de leche y otro de anís; lo revolvía con una cucharilla tintineante mientras nos contaba las historias sobre avistamientos de ovnis narradas por Jiménez del Oso en la radio. Casos de misteriosas apariciones y desapariciones, mansiones encantadas o voces del más allá. Otras veces se remontaba en el tiempo y nos describía momentos de su infancia de posguerra en descampados de ciudad, donde buscaba por el suelo cáscaras de naranja, pipas, algarrobas y otras golosinas con las que se llenaba los bolsillos mientras soñaba con subirse algún día a un tiovivo.
Vivía en el último piso de una torre de once plantas. Mi tía decía que, como el barrio era nuevo, al no haber bloques alrededor y dada la altura, por las noches escuchaba soplar el aire de la sierra, a veces con tanta fuerza que vibraban los cristales de las ventanas. En aquellas noches de verano, cuando mi tía remataba su penúltima historia o caso inquietante, aspiraba una gran bocanada de humo y, mientras lo expiraba comprobada el impacto de su relato. Luego nos daba un beso y nos mandaba a la cama.
Los hijos de mi tía, Maite y Ramón, siempre se acostaban vestidos. Nunca pregunté por qué, no era yo niña de hacer preguntas. Mi desbordante imaginación encontraba todas las respuestas. Supuse que el huracán nocturno que ella describía podría llegar a levantar el tejado del bloque y mis primos saldrían volando; y salir volando vestidos era mejor que hacerlo en pijama.
Así lo pensaba yo, y, aunque la cosa no me acabase de encajar, tratándose de mi tía Tere, maestra del cuento y del misterio, cualquier desbaratada posibilidad cobraba la suficiente credibilidad para no plantearse nada más. Por la mañana, mientras se preparaba su segundo café, nos preguntaba si habíamos escuchado el aire; sin esperar la respuesta, abría mucho los ojos y emitía un soplidito silbante para que nos hiciésemos una idea de la magnitud del fenómeno que se había producido mientras nosotros dormíamos a pierna suelta esa noche de agosto.
El ruido de los aviones sobrevolando Madrid en el 36 se quedó para siempre en su cabeza. Nunca terminó el miedo de aquellas terribles noches cuando el cielo rugía y mi abuela, consciente del peligro, saltaba de la cama y agarraba a sus seis hijos (que en previsión de un ataque aéreo siempre acostaba vestidos), para rápidamente salir de la casa, correr escaleras abajo, e incorporarse a la riada de vecinos que avanzaba a trompicones por la calle buscando refugio en la boca de metro más cercana.