Un vecino me ha contado hoy su relación conflictiva con Dios, conflictiva no por culpa de este, de Dios, sino por culpa de la Iglesia y su circunstancia, como diría el otro vecino, Ortega. Esta es, pues, su historia:
“Un día quise hablar con Dios, cara a cara, sobre algunas cuestiones terrenales y otras espirituales. Fui a visitarlo a las iglesias que tengo más cerca de casa, que son unas ocho o nueve. En todas ellas me decían que Dios no podía recibirme, que no estaba disponible, que estaba muy ocupado recibiendo a multitud de turistas, desde las 12 del mediodía hasta las 5 de la tarde. Visitas programadas, previo pago en taquilla.
Decepcionado por la falta de atención, intenté entrar en la Catedral, pero allí me respondieron lo mismo: Dios tampoco estaba disponible, atendiendo mañana y tarde a turistas coreanos, rusos, japoneses, franceses, italianos, chinos e ingleses. Aquí, de todos modos, me advirtió la taquillera de la Catedral, guiñándome un ojo, seductora, que si tan urgente era mi asunto —cosa de vida o muerte—, entonces, me recomendaba abonar cuanto antes la correspondiente entrada turística. Que, con la complicidad de ella, la taquillera, me sería dado poder hablar unos cinco minutos con él, con el mismo Dios en persona.
Acepté encantado. Eso sí —me advirtió, rozándome un poco—, ella me acompañaría, y una vez que yo estuviera integrado plenamente en el grupo turístico de rigor, deberíamos actuar con suma rapidez. Cuando nos acercáramos a la antesala de Dios, aprovecharíamos esas distracciones propias de los turistas, embobados en lo monumental y sacro, para adelantarnos a ellos con disimulo, abrir y cerrar una puerta decorada con el martirio de Santa Eulalia, al fondo de la sacristía, y entrar en los aposento secretos, donde Dios nos estaría esperando. Abducidos los turistas, deslumbrados por los rayos de luz filtrados por rosetones góticos y cristaleras neogóticas, no se percatarán de la maniobra que nos llevará hasta Dios. Así podremos intercambiar con él visiones y un poco de diálogo, aunque por lo general prefiere monologar, pero ya verás, tú, mientras tanto, cómo reposarás la mar de cómodo en mi regazo, escuchando, sintiendo en tu piel el calor del momento vivido, y todo por el módico precio de…
Me hizo entrega de una guía de precios y horarios, “como Dios exige y manda”.
Horarios en días laborables:
8:00-12:45 h (Claustro: 8:30-12:30 h): entrada gratuita.
13:00-17:30 h: entrada con donativo.
17:45-19:30 h (Claustro: 17:45-19:00 h): entrada gratuita.
Para sábados y vigilias de festivos:
8:00-12:45 h (Claustro: 8:30-12:30 h): entrada gratuita.
13:00-17:00 h: entrada con donativo.
17:15-20:00 (Claustro: 17:15-19:00 h): entrada gratuita.
Para domingos y festivos:
8:00-13:45 h (Claustro: 8:30-13:00 h): entrada gratuita.
14:00-17:00 h: entrada con donativo.
17:15-20:00 h (Claustro: 17:15-19:00 h): entrada gratuita.
La entrada con donativo incluye una visita por el templo y el claustro, las terrazas, el coro con la sillería del Toisón de Oro, el museo de la Sala Capitular, la Capilla del Santo Cristo de Lepanto y un folleto explicativo. El coste de este donativo es de 7 euros por persona o de 5 euros para visitas en grupo, con derecho a acceder a todos los espacios y estar un rato con Dios, en la más absoluta intimidad.
La entrada gratuita, por el contrario, no incluye la visita al coro, ni a las terrazas, ni a Dios. Para poder acceder a ellos deberemos pagar 3 euros de entrada por cada uno de los 3 espacios, de modo que la entrada gratuita nos saldrá más cara (9 euros), que las otras (5 euros, en grupo / 7 euros, individual), y veremos menos cosas y secretos.
Los tiques de entrada se pueden adquirir en los accesos a la Catedral, guardando estricto orden de cola”.
Esta historia de mi vecino me dejó intrigado. Una mañana, para salir de dudas, me acerqué a la Catedral y busqué a la taquillera. Vi que había un hombre cobrando las entradas, y me fui. Volví por la tarde. Entonces la encontré: allí estaba ella, sentada de perfil, luciendo una blusa cuyo estampado y volumen me recordaba otros tiempos, otras fiestas… Pero me desmayé antes de llegar a la taquilla, con el consiguiente revuelo de funcionarios y turistas. Me llevaron en ambulancia al servicio de urgencias del Raval, donde me fui recuperando de la conmoción cerebral sufrida por el golpe: había descubierto que la famosa taquillera de mi vecino era, ni más ni menos, que una primera novia que tuve a los veinte años, la misma que me abandonó por un ex seminarista, más corpulento y más experto en asuntos amorosos, especialista, decían, en la “técnica del dedo índice”, una técnica que nunca llegué a entender de qué iba.
Uno de los testigos de mi caída me comentó que ella, la taquillera de la Catedral, ni pestañeó cuando me vio rodar por el suelo.
Desde entonces, no he vuelto al lugar santo.