El túnel

Pesca de arrastre


Luis Alberto echó una mirada a su móvil. Había un WhatsApp de Borja. Esa mañana tenían clase con el profe de Sociales y era preciso preparar un plan, una venganza por haberles dejado en evidencia a los dos tras ser pillados in fraganti copiando durante el examen de evaluación. 

—El Mortadelo es un pringao. Se va a cagar —le decía el amigo.

Se iban a divertir todos de lo lindo cuando al Mortadelo le cayera en la cocorota la papelera llena de porquería que colocarían estratégicamente encima de la puerta entreabierta del aula. La escena la iban a grabar con el móvil para luego colgarla en las redes sociales, seguro que se haría viral. Luis Alberto estaba muy animado sobre todo porque sus propios padres, lejos de recriminarle por su hazaña copiadora, se habían reído mucho con la ocurrencia de su nene y casi le habían disculpado, quitándole la autoridad al docente cuando este, telefónicamente, les explicó el porqué de la reprimenda y, en consecuencia, del posterior suspenso en la materia.

Luis Alberto tenía catorce años y era un adolescente mimado y en exceso protegido por unos progenitores consentidores que jamás le habían puesto límites. Posiblemente por ello se sentía invencible, impune, respaldado por sus papis, quienes decían ser colegas de su vástago, y jaleado por sus compañeros de aula.

Su padre se llamaba Pelayo y creía que pagar un colegio privado le daba autoridad suficiente como para tratar al profesorado tal que si fueran sus sirvientes.

Pelayo era un político de esos que dividen a los ciudadanos en dos grupos: los verdaderamente españoles, como él, y el resto, formado por gentuza y malos patriotas. Para él, el patriotismo se reducía a ser un amante de las procesiones y los toros, hacer alarde de los colores de una bandera, odiar a los extranjeros que intentaban abrirse camino en nuestro país, etc. Clasista, homófobo y autoritario, no hizo el servicio militar, agotando prórroga tras prórroga hasta que la mili dejó de ser obligatoria, y su único trabajo había consistido en ocupar diversos puestos en su partido, bien pagados, tras sucesivos nombramientos a dedo.

Aquella mañana, Pelayo decidió llevar a su nene en el Audi al cole, y de paso decirle cuatro cosas al estúpido del profe de Sociales. 

—¿Qué se habrá creído ese tío? Se va a enterar de quién soy yo. No sabe con quién se la juega. 

Pero no contaba con el contratiempo que tuvieron durante el trayecto.

Al poco de arrancar el vehículo, una espesa niebla rodeó al coche, una especie de túnel de color gris ceniza que no permitía ver nada a tres metros ni por delante ni por detrás, tampoco por los lados.

Cuando se disipó, los colores de la mañana habían desaparecido. Nada de cielo azul ni de árboles de copas verdes en la avenida. Nada del colorido llamativo que habitualmente tenían los rótulos de las tiendas. En su lugar, tonos grises, blancos y negros, como si se tratara de imágenes del No-Do aquel de los años 60. Hasta la ropa que llevaban había perdido su tonalidad habitual y ahora ofrecía un aspecto mucho más triste y apagado, como de vestimenta de gente modesta. Los ocupantes del coche no daban crédito a sus ojos. Un camión militar atestado de reclutas uniformados les bloqueaba el paso. Un cabo primero con cara de pocos amigos bajó del camión y se acercó al coche muy serio:

—Vaya, vaya. Ya tenemos al listillo queriéndose escaquear el primer día de instrucción —le espetó a Pelayo, quien boquiabierto y estupefacto no lograba articular palabra alguna—. Te va a caer un buen puro en cuanto lleguemos al campamento. De entrada, arresto todos los fines de semana. Te vas a hinchar a fregar perolas en la cocina. Y no te vas a salvar de la instrucción. Por listo. ¡Vamos, cojones! Sal del coche ya, que no tengo todo el día. Venga —le dijo pegándole una colleja en el cogote— : de frente, paso ligero. ¡Ar! Un, dos, un, dos…

Pelayo subió al camión donde le esperaba un nutrido grupo de reclutas recién rapados y con traje de faena, quienes no le quitaban ojo y parecían divertirse con la situación. El camión militar arrancó levantando tras de sí una enorme polvareda y dejando boquiabierto a un Luis Alberto, solo, confundido y perplejo. Nada más desaparecer el vehículo en el que se llevaban a su padre, un hombre delgado ataviado con una negrísima sotana, que más parecía cuervo que cura de internado, se acercó al coche y dijo, furioso, señalando al chico con el dedo:

—Conque haciendo novillos, ¿eh? ¿Nos has tomado por idiotas? Te vas a pasar media mañana de rodillas, frente a la pizarra y con los brazos en cruz, para que aprendas. Vas a estar castigado hasta que las ranas críen pelos. Y olvídate del recreo durante todo este mes. Eso de entrada. Y ahora a ver qué excusa le cuentas al director en su despacho. Vete preparando las manos, que hoy estrena regla de cuadradillo nueva. La anterior la partió ayer dándole en los nudillos a otro tan tonto como tú.