Leí no sé dónde que las lecturas de nuestros primeros años no se olvidan; antes bien se incorporan con las primeras impresiones del vivir a lo más íntimo de nuestra naturaleza. El resultado es que esas lecturas perviven en la memoria, unidas a experiencias vitales: algunas, emotivas; otras, chocantes.
Recuerdo perfectamente los libros de mi infancia y la atención que les dediqué, cuando apenas teníamos libros. Ahora, en la época de la superabundancia, los libros pueden llegar incluso a molestarnos. La biblioteca pública que frecuento no admite donaciones; al contrario, se quita de encima los libros que considera obsoletos. No tienen sitio para tanto libro y tanto polvo. Recientemente montaron un tenderete para vender libros desahuciados. Allí compré, por cinco euros, cuatro novelas de Jardiel Poncela (Obras selectas, Biblioteca Nueva, 2003) y unos relatos de Fleur Jaeggy, editados en 1998. La biblioteca no había conseguido prestarlos desde el día en que los adquirió.
Tuve la suerte de nacer en una casa lectora, con un padre aficionado a los libros y una abuela que me leía El Quijote y las aventuras de Bertoldo, Bertoldino y Casaseno en ejemplares recosidos que conservó toda su vida. Como no teníamos estanterías, los libros se guardaban en un cajón debajo de la cama, de donde se rescataban para la lectura. Había una Historia natural, con el cromo de un tigre en la portada, que me abrió las puertas al mundo animal, mineral y antediluviano. Recuerdo también algunas tardes de invierno, alrededor del brasero, con mi padre leyendo en voz alta fragmentos de Corazón, de Edmundo de Amicis. Mi padre no era un sentimental, pero, si convenía, era capaz de soltar una lagrimita. Él prefería las novelas de Stephen Keeler, que luego nos contaba por capítulos en la mesa, para mantener el suspense de la narración. No he olvidado los argumentos de Noches de Sing-Sing o de Las gafas del señor Cagliostro, y me gustaría haber conservado esos libros que seguramente se perdieron en algún traslado.
En el cajón de los libros también había novelas policiacas y del oeste, de Edgar Wallace, William Irish, Ernest Haycox… Y novelones rusos, americanos y alemanes, y libros prohibidos, que mi padre veneraba y no me dejaba hojear, como El único y su propiedad, de Max Stirner, por su crítica feroz al Estado y su anarquismo militante. A pesar de que mi padre fuera un individualista irredento siempre quiso evitar que yo imitara sus pasos, así que me ocultó a Stirner mientras pudo. Con los años lo leí y no por ello me convertí en un egoísta ético. Las lecturas influyen, pero no determinan.
Todos esos libros los comprábamos en librerías de viejo, porque no había dinero para más. Mi padre también leía obras técnicas, como aquellos 200 procedimientos industriales al alcance de todos, donde confiaba encontrar un método que le sacara de la pobreza. Supe después que fracasó en su intento de fabricar sacarina y venderla por las casas, actividad que reforzó con la lectura de otro libro de título fulgurante: El arte de vender de puerta en puerta. Al final no tuvo más opción que las clases particulares, fuera del horario escolar. Álgebra, química, contabilidad, incluso latín, para darse un respiro económico. Mención aparte merecen sus clases de inglés. Se compró un curso de idiomas y un tocadiscos portátil con el que atender la demanda de ciertas señoras adineradas de Valencia, tarea a la que se aplicaba algunas tardes de julio y agosto.
Durante el verano, Valencia se vuelve insoportable: un calor pegajoso convida al baño y a la siesta. Por las mañanas acompañaba a mi padre a Las Arenas. Él entraba por la puerta principal y yo me colaba por el mar para ahorrarnos unos céntimos. Mi padre alquilaba una hamaca bajo un sombrajo y guiñaba el bigote a las señoras, soltando frasecitas en inglés con el fin de interesarlas por su negocio. Debo decir que mi padre había nacido en Brooklyn (mis abuelos emigraron a Norteamérica en 1922 y montaron una pensión para inmigrantes) y aunque sólo vivió en Nueva York hasta los diez años, conservó buena parte de aquel primer aprendizaje. Con el inglés, su afición por la lectura y el ajedrez, mi padre coloreó su vida.
Por las tardes solía llevarme a la biblioteca municipal, en la plaza de la Virgen, donde leíamos lo que no podíamos leer en casa. Él se inclinaba por la prensa y pedía para mí algún volumen de El tesoro de la juventud, una enciclopedia de contenido heterogéneo donde un chaval de nueve o diez años podía informarse sobre asuntos de todo tipo (¿ejerce la Luna atracción sobre las aguas del mar?, ¿puede marchar un tren sobre un solo raíl?, ¿por qué no vemos en la oscuridad?). Allí encontraba también juegos y pasatiempos, biografías de personajes célebres y páginas ilustradas —algunas desplegables— que abordaban asuntos interesantísimos, como los peces venenosos del océano, el interior de un gran buque visto de noche, el plano detallado de Fort Knox o las extraordinarias dimensiones del espacio sideral.
En El tesoro de la juventud, según rezaba el prólogo del primer volumen y que copié en una libretita de la época, «el joven lector puede aprender a vivir sin amargura, viajar sin peligro, sentir sin pesadumbre, amar sin celos, admirar sin envidiar y conocer sin desencanto». Ahí es nada. Otros asuntos de interés, como es lógico, no aparecían en el libro y tuve que aprenderlos por experiencia a lo largo de muchos años.
Por ejemplo, aprendí muchas cosas del trasiego de mi padre con sus discos de inglés por algunas casas de Valencia. Solía acompañarle por imposición de mi madre, que pretendía atarle corto. En alguna de aquellas casas reconocí a las señoras que ya conocía de la playa. Todas ellas tenían un estilo inconfundible: eran altas, distinguidas, maquilladas y bien vestidas. Vivían en la Gran Vía o en la calle Colón, en pisos amplios y elegantes, algunos con criada. Recuerdo especialmente las tardes en casa de doña Matilde, que me obsequiaba con horchata y me prestaba libros de la Colección Historias, que pertenecían a su hija, la que estudiaba bachillerato en las monjas. Por alguna razón que no comprendía, en aquella casa no había marido y doña Matilde se ocupaba en exclusiva de Matildín, a la que nunca conocí. La isla del tesoro, Un viaje a la luna o Fabiola me mantuvieron ocupado en aquella salita de lectura y horchata mientras mi padre y doña Matilde estudiaban inglés en otro lugar de la casa.
—¿Te gusta leer? —me preguntaba doña Matilde con amabilidad. Y yo le explicaba que con frecuencia iba a la biblioteca y leía El tesoro de la juventud, que era un libro la mar de instructivo que podía convertir a sus lectores en pedantes a pococ que se esforzaran.
Unos años después, encontré a doña Matilde en una tienda de frutos secos próxima a su casa. Al principio no me reconoció, pero yo a ella sí: sus zapatos de tacón, su traje de chaqueta gris, sus piernas nervudas, su pelo plateado y ensortijado por la permanente, me resultaban inconfundibles. La saludé y le pregunté con desparpajo: ¿No me recuerda? Soy Pedrito, el hijo del profesor de inglés. Usted me dejaba los libros de la Colección Historias e incluso me regaló alguno que todavía conservo.
Doña Matilde alzó las cejas y me miró con perplejidad. Debió pensar que aquel adolescente de diecisiete años no podía ser el chavalín que acompañaba a su padre cuando recibía clases de inglés. Intenté ayudarla a recordar:
—Usted me daba horchata y rosquilletas. ¿No se acuerda? Yo era el niño que leía El tesoro de la juventud y La isla del tesoro…—. Entonces ella cayó en la cuenta. Sonrió malévola y cocinó sus palabras a fuego lento para remover mis más íntimas convicciones.
—Ya te recuerdo, muchacho, ya te recuerdo… —me dijo—. El tesoro de la juventud…sí, las clases de inglés. ¿Y qué ha sido de tu padre, Pedrito? Bueno, ahora ya te llamarán Pedro, ¿no? El tesoro de la juventud… ¡El tesoro de la juventud es lo que tenía tu padre entre las piernas!