El sabor de los otros en los labios

Cruzando los límites


Un alma puede manifestarse en cuantos cuerpos le apetezca, pero es imprescindible que ninguno sepa de la existencia del otro; sin embargo, en aquella ocasión, los tres cuerpos nacieron en la misma ciudad y en el mismo instante. Resultó imposible evitar que, con el tiempo, sus conciencias empezaran a solaparse, como aquellas ondas que se cruzan en el agua y se descabalgan para ser primero montaña de suaves contornos y luego nada.

Anita era como la brisa. Trabajaba en la sección comercial de una editorial, donde respondía en las redes sociales a los admiradores de autores que no había leído, e incluso se hacía pasar por ellos. Martín, alias Tiburón Lobo, era como uno de esos incendios que arrasan la selva amazónica. Con veinticinco años se había convertido en el dueño de una discoteca donde trapicheaba la plana mayor de los mafiosos, tenía el volumen de un campeón de los pesos pesados y llevaba anillas de buen tamaño en los pezones. Anita empezó a soñar que tiraban de los suyos, diminutos, mucho menos manoseados y chupados, y de una sensibilidad electrificante. El tercer poseedor de tan singular alma se llamaba Rosendo, alias Rosalía, un transexual que hacía la calle en los aledaños de la avenida Diagonal. Con su metro noventa, tenía que esforzarse para meter unos enormes implantes mamarios de silicona en los coches y beberse las pequeñas eyecciones de aquellos ejecutivos que llegaban tarde a casa, con los tacones pisando la grava, fuera de la chapa metalizada.

Más tarde, Anita empezó a soñar que se la chupaba a todos los tíos con los que se encontraba. Se despertaba en medio de la noche y corría al inodoro. Tenía la sensación de que escupía el semen que no había probado nunca y que tenía unos pechos grandiosos, ella que apenas se los encontraba. Su madre, con la que vivía, creía que estaba embarazada. La pobre mujer inválida hubiera querido correr tras ella, consolarla. No sabía que Anita sentía una atracción irresistible hacia las paredes de la calle Robadors y la discoteca que todo el mundo conocía como «del Tiburón Lobo», acondicionada en un depósito subterráneo de aguas pluviales por el que pasaba una de las cloacas más caudalosas de Barcelona. Martín vivía prácticamente en aquel antro donde se fomentaban la droga y la prostitución, y siempre se encontraba en lo más hondo, cerca de aquel bacteriano río que destilaba aromas insondables. Imaginaba que aquel arroyo que se perdía en la oscuridad era el camino del infierno que salvaría su alma. Un alma que, por alguna razón, presentía que no era del todo suya.

Rosendo, alias Rosalía, soñaba que era virgen, que tenía el culo prieto como una campeona de natación y que nunca había conocido otras nalgas. Cuando empezó a soñar que le atravesaban el escroto con clavos y tenía erecciones cuando le frotaban el rostro con deposiciones sanguinolentas, quiso conocer a aquel Tiburón Lobo del que sus compañeras decían que estaba loco. Así que un día trasladó sus dos kilos de silicona mamaria a aquel sótano incendiado de rumores oceánicos, con proyecciones de tiburones nadando entre arrecifes de coral en las paredes y una música adecuada para viajeros interplanetarios en estado de congelación.

El mismo día en que Rosalía descendía a aquel fondo marino simulado, Anita se quedó sola en las instalaciones museísticas del Refugio 307, muy cerca de la discoteca, y tuvo una visión: había miles de peces de colores a su alrededor, aunque, en aquel fondo marino ilusorio, dominaba un fuerte olor a fosa séptica abandonada. De pronto un tiburón se abrió paso entre los peces payaso, abrió la boca y de su interior emergió nadando un lobo mojado. Despertó de la ensoñación antes de morir entre los dientes de la bestia con la expresión «tiburón lobo» en la garganta. Salió del museo sin poder casi respirar y se dirigió sin pensar a la cercana discoteca.

Enseguida, tuvo la sensación de que así sería el día del fin del mundo. Un ruido atronador, con todos enloquecidos. Puesto que era inútil escapar de aquel apocalipsis, imaginó que solo quedaba entregarse al placer de la danza antes de renacer entre calderos de lava. Buscó desde las escaleras y descubrió a las dos únicas personas ajenas al estroboscópico arrecife coralino por el que ahora aparecía desfilando un conjunto idealizado de modelos en bañador, cuyas nalgas llenaban por completo el hormigón de las paredes.

Los peces huían, deslizándose por los muros hacia el cavernoso interior, desde donde Martín y Rosalía la estaban mirando con cara de asombro. Sin duda, extrañaban su falta de maquillaje, sus pantalones anchos y gastados, el jersey amplio, el pecho inexistente, el cabello negro mal cortado, la expresión de acero de sus finos labios.

Pronto se dio cuenta de que eso no les importaba. Solo la esperaban, cogidos de la mano como dos amantes a las puertas del crematorio. Anita supo lo que tenía que hacer. Cuando llegó a su lado, cogió las manos de ambos y cerró el triángulo, perdida en sus turbios ojos.

De pronto, sintió en el ano todas las penetraciones, en los pezones todas las torturas, en un escroto inexistente, el taladro, en la mente el vértigo de haberse colocado miles de veces, de haber masturbado a cientos de desconocidos en un descampado, de haber vomitado una semana de ayahuasca y haber probado todos los psicofármacos, de haberse metido en orgías que no quería y en otras que sí quería, de horas de maquillaje que no conocía, de manos metidas en culos blandos, de horas de gimnasio, cuerpos hormonados; tres conciencias enredadas en un alma, la experiencia que no tenía y la maldad que no quería, y fue como si el mundo se hubiera acabado y al mismo tiempo empezado de la nada.

Tal como se habían encontrado, se separaron. El alma acumulaba las experiencias de todas las conciencias por las que había transitado. Y aquella conexión había trascendido la realidad de los tres y sumado la de otros muchos. Anita sentía como si hubiera vivido mil vidas, podía recordar el dolor lacerante de unos colmillos atravesándole la garganta, la dureza del granito en la frente, la dolorosa quemazón de ataduras de cuerdas en las muñecas y el pellizco lacerante del látigo en la espalda, la saliva compartida de otras bocas, el olor de bebés que no había tenido, el sabor de la sangre de enemigos que no había conocido. Era como si hubiera parido miles de veces, se le hubieran muerto cientos de hijos, la hubieran violado y hubiera abusado de otras tantas pobres mujeres, como si hubiera sido el guerrero y el esclavo, la víctima y el verdugo, la madre y el padre, el tirano y el sumiso servidor, el visionario que conoce su lugar en el mundo y sabe seducir y el idiota que apenas es consciente de que debe trabajar, comer, dormir y procrear para cumplir una misión que no tiene más sentido que la de contribuir a la supervivencia de la especie.

Después de aquello, Anita ya no necesitaba vivir más, pero tampoco quería morir. Centraría sus objetivos en buscar un lugar tranquilo desde el que contemplar un lejano horizonte y rememorar todas sus vidas, porque le había sido desvelada la verdadera naturaleza de su alma y ahora sabía que la conciencia no es más que la ilusión de un instante, que, aunque una vida no sea nada, es la única razón de nuestra existencia y hay que vivirla una y mil veces, porque más allá de la ilusoria realidad, las estrellas acabarán por desaparecer en una oscura e incomprensible eternidad que no nos pertenece.