Aleister Crowley nació en 1875 (el 12 de octubre, en Leamington –Warwickshire– Gran Bretaña) y acabó sus excesos vitales en 1947 (el 1 de diciembre, en Brighton). En sus setenta y dos exagerados años de vida se metió en el cuerpo cocaína, opio y hachís como para reventar un mamut. El “hombre más perverso del mundo” (también fue llamado, o se hizo llamar, la “Bestia 666”) poseía una constitución fuerte. Tanta salud le permitió destacar como heroinómano, satanista, montañero en el Himalaya, místico, pornógrafo, ajedrecista, espía, filósofo, narrador y poeta.
Desde el principio fue lo que el vulgo llama un depravado, un demonio, un desastre. En Cefalú, Sicilia, en la villa donde bajo el lema de Rabelais “Haz lo que quieras, ésa es la Ley” fundó Thelema, su Sanctum Sanctorum – para amasar suficiente energía mágica y conquistar el mundo–, todavía hay quien lo recuerda acompañado de sus muchos adeptos y concubinas de múltiples nacionalidades, que gustosamente se dejaban martirizar. Duró hasta que Mussolini los hizo expulsar, en 1924.
Pero antes de su aventura italiana tuvo tiempo de inventarse títulos nobiliarios, frecuentar los salones aristocráticos y los cafés de artistas, estudiar en Cambridge, iniciarse en ciencias ocultas y ritos esotéricos, hacerse admirador de Baudelaire, Nietzsche y Swinburne, viajar al Tíbet y a Egipto, y dilapidar la mitad de la herencia que le dejara su padre: una fortuna que el buen hombre amasó durante una vida dedicada a la industria cervecera. La otra mitad la remató después, casi con diligencia. También de admirar a Rodin, robarle una pequeña parte de su obra y dedicarle versos de admiración.
No está claro si fue un espía que informó a su país sobre la Italia de Mussolini, o sólo quiso hacerlo creer; en cualquier caso siempre fue un farsante colosal. ¿Cómo calificar a Crowley?, desertor de la sociedad secreta Golden Down; creador de la secta Silver Star; polígamo y bisexual; de profesión “sus imposturas”. ¿Un libertino?, ¿un genio?, ¿un demente? Todo ello es discutible, pero está claro que fue un poeta:
“Podrá decirse, cuando haya acabado todo,/ escrito el último verso, escalado/ la última montaña, visto por vez última/ el sol, cuando la última estrella se quiebre/ en la fuente, que tú y yo éramos uno solo”. (Cabeza de mujer, del poemario Rodin en verso, traducido por José Ruiz Casanova, editorial Igitur).
El 2 de septiembre de 1930, la “Bestia 666”, con 55 años a cuestas, desembarcó en un muelle de Lisboa. Llegaba acompañado por Anni Jaeger, su joven y bella nueva amante, alemana (y sacerdotisa, y médium, y compañera de tántricos ritos sexuales), a la que apodaba “El Monstruo”. Crowley quería descansar de otros líos sentimentales (que incluían un proceso de divorcio) y conocer personalmente a Pessoa, con quien mantenía correspondencia (el poeta portugués le había corregido, por carta, un horóscopo que “la Bestia” había hecho sobre sí mismo y publicado en su libro Confesiones). La estadía de Crowley en Portugal no estuvo exenta de escándalos (para variar): a los pocos días él y su amante fueron expulsados del hotel a causa de desenfrenadas trifulcas, sobre todo después de algunos ejercicios de “magia sexual” en los que al parecer ambos liberaban excesiva energía. Menos de una semana más tarde Anni, por lo visto aterrada, huía de “la Bestia” y regresaba a Berlín. Fue entonces cuando Crowley tramó su nueva farsa, para la que contó con la complicidad de Pessoa: fingió su desaparición en el interior de la Boca do Inferno, en la playa de Cascáis: se trata de una suerte de embudo profundo con paredes de rocas cortantes; la espuma y el ruido de las olas que se levantan en el fondo, cuando sopla viento fuerte del sudeste, impresionan al visitante.
Además de amigo de Pessoa, “la Bestia” lo fue de Yeats y de Aldous Huxley (quien llegó a la mescalina por su intermedio), y pese a su injusta marginación, Crowley fue tenido por uno de los más importantes poetas de su época.
Los intentos mágicos de Crowley distaron de ser brillantes, pues fue incapaz de controlar los demonios que pretendió atraer a su casa: su cochero acabó sacudido por ataques de delirium tremens; una clarividente que trajo desde Londres optó por la prostitución; un obrero del vecindario se volvió loco e intentó asesinarlo; el carnicero del pueblo, con el cual había disputado, se cortó la arteria femoral y murió. El final tampoco fue luminoso: al morir, en una pequeña pensión familiar del sur de Inglaterra, se hallaba reducido a la miseria y su desolación era absoluta. Hacía años que había arruinado su salud por abusar de las drogas. Sin embargo, para el poeta Ángel Crespo, el saber que cuando Crowley agonizaba pronunció la frase “Estoy perplejo”, no debe entenderse como la confesión de un fracaso sino como una redentora prueba de lucidez.
Sí, no cabe dudarlo: fue mucho mejor poeta que mago.