El pelma de Martínez

Las horribles historias de Sileno


Que Miguel Martínez es un pelma lo sabemos todos, incluida su mujer que, el otro día, al verme con faringitis, completamente afónico, va y me suelta: ¡A ver si se lo pegas a mi marido y calla un poco! 

Ayer me los encontré paseando, como siempre, y Miguel se empeñó en explicarme que cada día camina tres o cuatro kilómetros por la calle y luego completa el recorrido en su domicilio que, como es un entresuelo, le permite saltar al patio interior de la finca y dar allí tantas vueltas como haga falta hasta completar la caminata. Total, que si cuando vuelve del paseo se da cuenta de que no ha llegado a los diez mil pasos (tiene una aplicación en el móvil que le sirve para eso), Miguel salta con una silla al patio interior de la finca, da unas vueltas, trepa por la ventana de la habitación de su hijo (el que tiene una churrería ambulante), cruza el comedor hasta la cocina, sale al balcón, entra de nuevo en el comedor y otra vez, pasillo adelante, hasta la habitación de matrimonio y etcétera. Su mujer lo mira con condescendencia y me aclara: Si alguien lo viera pensaría que está mal de la cabeza, pero él lo hace por su propio bien. Miguel, la escucha, señala el lugar en el pecho donde palpita su corazón y sonríe, aclarando: Mi corazón sigue latiendo gracias al ejercicio físico.

—Y todo eso —concluye su mujer— lo hace hablando sin parar, o cantando canciones de la mili, que para eso tiene una memoria envidiable.

Me invitaron a pasar por su casa y recoger una bolsita de flor de sauco, que va muy bien para la garganta y cura la afonía. Por lo visto, en las inmediaciones del cementerio, más allá del descampado que nos separa de la autopista, hay un sauquero del que recogen las flores en primavera, aprovechando sus paseos matinales. La infusión de flor de sauco —me explica el pelma de Miguel—, con un poquito de romero, malva y miel, va muy bien para la garganta, como puedes comprobar atendiendo a mi chorro de voz… Y Miguel tachona su exposición con un fragmento de La rosa del Azafrán y un imponente do de pecho que hace salir volando a los pájaros de las proximidades. Mañana te vienes y me verás caminar por el piso —concluye—. ¡Hay que hacer ejercicio, Marcial!

Hoy he pasado por su casa para recoger la flor de sauco y ver a Miguel haciendo ejercicio. Me ha abierto la puerta Sebastián, el hijo de Miguel, el gordinflón que tiene la churrería ambulante. De repente ha irrumpido en escena la mujer de Miguel.

—¡Qué desgracia, Marcial! ¡Qué desgracia! —la mujer de Miguel se ha lanzado a mis brazos sollozando—. Hemos tenido que llamar a mi hijo para que lo recogiera del suelo y lo metiera en el piso. ¡Se ha caído de morros al saltar por la ventana de nuestra habitación! Y ahora lo tenemos en la cama esperando la ambulancia. Se ha roto, como mínimo, la nariz y se ha abierto la cabeza. ¡Mira cuánta sangre, Dios mío! El brazo le duele muchísimo, así que igual se lo ha roto también, y la cadera… ¡Y es que Miguel tiene ya ochenta y cuatro años! ¡No se pueden hacer estas cosas a su edad! 

—No las puedo hacer ni yo… —ha dicho el fofo de la churrería, que debe rondar los cuarenta y se estremece como un flan cuando camina.

Miguel nos miraba en silencio desde la cama, embadurnado en sangre y mercromina. No estaba para canciones ni para dar dos de pecho. Ya ves, ha musitado con voz meliflua, cosas del ejercicio…

Cuando ha llegado la ambulancia he aprovechado para escabullirme con mi afonía y mi bolsita de flor de sauco. Y he bajado las escaleras con precaución, poquito a poco, fijándome en los escalones, cogiéndome de la barandilla, sin hacer el torero ni el superhéroe, como tengo por costumbre. Y es que la desgracia ajena te recoloca, y, al menos, mientras nadie te mira, te comportas como lo que realmente eres: un jubilado que está a punto de entrar en la tercera edad (si es que no ha entrado ya) y de la que no querría salir antes de tiempo.