No recuerdo su nombre, pero no olvido su cara. Era un hombre de campo, piel recia, rechoncho, ojos claros. Vestía harapos, olía mal y lucía barba de varios días. Tendría alrededor de 60 años, pelo cano y talante reservado. Le conocimos un mes de octubre, estando de vacaciones. Volvíamos de la playa por un camino apartado, cuando vimos una cabra pariendo a unos cuantos metros del sendero. Un poco más adelante iba el rebaño. Apretamos el paso y avisamos al pastor. Echó una mirada y siguió con el rebaño. Dijo que primero tenía que meter a los animales en el cercado. Fuimos con él. El corral era misérrimo: una nave cuadrada de cemento visto y un corral de tela metálica sucio y pestilente. Era un hombre raro, algo taciturno. Nos costaba entenderle. Por una parte, estaba el acento del sur, los dejes del campo, pero más allá de esa barrera había otra más infranqueable, una manera distinta de entender la vida. Hablaba tímidamente, con frases cortas. Le miré las manos y me di cuenta de que tenía seis dedos en cada una; eran feas y las movía con dificultad. Nos enseñó los retoños, las cabras preñadas y los machos con buenos cuernos. Poco a poco fue soltándose y nos confesó que le quedaba poco de pastor. En unas semanas se jubilaba. Nos despedimos y fue a ocuparse de la cabra parturienta.
Un par de días después, antes de que se acabasen las vacaciones, nos lo dijeron en el pueblo: el pastor se había suicidado. Impresionados, preguntamos sobre el asunto. Debió ser el mismo día que hablamos con él. Lo encontraron al día siguiente colgado de un árbol a pocos metros del corral. Llevaba trabajando toda su vida como pastor en aquel rincón de Almería. Había llevado una vida simple y humilde, dura a más no poder. A las puertas de su único descanso, la jubilación, se había quitado de en medio. Probablemente cambiar la compañía de las cabras por la de sus paisanos era demasiado para él.
Ayer volvimos a pasar por delante del corral. Estaba cerrado, no había cabras. En la puerta vi un detalle extraño: una silla de plástico colgaba de la ventana, atada con una cuerda negra. Seguimos andando y fui buscando, con algo de vergüenza, el árbol. Creo que lo vi. Estaba a unos cincuenta metros del corral, a mano izquierda. Apenas se ve desde el camino, protegido por un promontorio. Es un algarrobo grande de fuertes ramas. Debía ser ese, porque el resto de los árboles del lugar no aguantaría a una persona. Está en un lugar sombrío, en una grieta que da a la rambla principal. No dije nada, me quedé mirando. Enseguida resonó en mi cabeza la melodía de Strange Fruit. Billie Holiday cantándome en Almería: una fruta verdaderamente extraña.
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