Con las manos ensangrentadas se miró en el espejo y vio el mundo desde el otro lado.
Afuera cae una lluvia fina incesante sobre los charcos de la tormenta. Una sirena informa a voces de la presencia policial. El cuadro lo completa un paraguas rojo, que protege del agua a una pareja de curiosos anónimos fundidos en la sombra derramada desde una farola.
Gira lentamente la cabeza hacia la ventana. Superpoder que ve a través de las cortinas. Sisisí. Su mente o su instinto, calcula el impulso, el ángulo y la rotación necesarios para trazar con perfección la trayectoria antigravitatoria: saltaría rodando sobre la mesa para atravesar la ventana, y volar entre las gotas que brillan suspendidas en el aire y en el tiempo. A cámara lenta. Con música de Iggy Pop. The Passenger .
Usaría el tendido telefónico para modificar su momento angular, cediendo energía. Es decir, pagando. Reducida la velocidad, dibujaría una parábola elemental, perfecta. Clava la salida. Sobre el asfalto. Los brazos en cruz. Un diez. A contraluz, justo delante del coche patrulla. El conductor intenta esquivarlo y la curvatura lo envuelve en sí mismo. Reflexivo. Y pasa sobre la cabeza gritando tirabuzones de peligrosos colores. Se estrella. Y explota, claro.
El chaparrón arrecia y la oscura silueta de los cobijados bajo el paraguas rojo se aprieta buscando el calor, y una mano se intuye traviesa entre los pliegues que cierran la ropa. Se sabe cómplice de los responsables de la defensa, y envalentonada despeja y enseña el camino hasta la luz. Divina. Fundido a blanco.
No rodó sobre la mesa. Se deslizó. Prácticamente sin rozamiento. Rompe la ventana arrimando el hombro, con la cara. Y siente el aire frío y mojado del exterior, demasiado de repente. El pie derecho se agarra con fervor religioso al marco de la ventana, y troca la grácil curva imaginaria por el tropezón abisagrado que arroja su cuerpo vapuleado retorciéndose hacia el suelo. Verticalidad.
La Fortuna quiso que ya pasaran de los veinte años los arces que asombran la calle. Sus ramas consiguen apaciguar la cantidad de movimiento. A base de golpes. Como es su costumbre.
Y cae sobre la acera, a los pies de los agentes.
En el suelo, entre cristales y dolor, aturdido, repasa su fracaso: fémur, clavícula y tres costillas. Cincuenta y tres puntos.