El okupa sordo

Las horribles historias de Sileno

Hay cerca de mi casa un par de chalets abandonados que esperan la llegada de las excavadoras y son los únicos restos de lo que en su día quiso ser una ciudad-jardín y que ha terminado convirtiéndose en un descampado de mierda, un espacio de unos trescientos metros de ancho que nos aísla de la autopista y del aparcamiento del cementerio. En uno de esos chalets se instaló hace unas semanas un grupito de okupas, jóvenes sin habilidades sociales, acompañados por sus perros, su mugre y su sempiterno olor a vino barato. Al principio simularon acondicionar uno de los chalets como vivienda: tiraron al suelo algunos tabiques, arrancaron puertas y acarrearon colchones recogidos de aquí y de allá, sembrando los alrededores de la casa de escombros y basura. Las reformas no fueron a más y pronto se contentaron con encender fogatas, aullar por las noches y fumar porros sin descanso.

No negaré que el descampado ya era inhóspito antes de que llegasen los okupas. Tenía sus hierbajos y sus troncos resecos, pero ofrecía una perfilada red de caminitos por donde pasear los perros del vecindario sin temor a encontrarse con desconocidos. Yo mismo sacaba a pasear al perro de Ginés cuando su dueño estaba descompuesto. Hay que cultivar la amistad con los vecinos. Nunca sabes a quién vas a necesitar en este mundo cada vez más insolidario.

El perro de Ginés, que se llama Miguel, es pequeño y tripón. Le encanta corretear entre los arbustos y mearse en los muebles y los bidets del descampado. Yo solía dejarlo suelto y lanzarle una pelota bien lejos, fundamentalmente para perderlo de vista. No me gustan los perros y todavía menos las personas, que quede claro, así que cuando el animal volvía con la pelota entre los dientes y esperaba que yo le riera las gracias, se quedaba con las ganas. Ya llevo muchos años sin reírme. ¿Para qué gastar energías? Lo cierto es que un día la pelota se coló en el chalet de los okupas y eso desencadenó un proceso inevitable.

Miguel se puso a ladrar y arañar la puerta del chalet y tuve que vérmelas con el tipo que salió de la casa y lanzó su bull-dog contra nosotros. El perro de Ginés no sabía cómo defenderse y yo aguanté una retahíla de gritos —supuestamente insultos— proferidos por el okupa. Juro por Dios que de su boca surgieron blasfemias en un idioma incomprensible, una letanía de gruñidos y quejas que alternaba con gestos amenazantes. Luego supe que aquel energúmeno era sordomudo y reforzaba su incompetencia con abundantes capas de roña, tatuajes y cadenas. Lo hubiera hostiado allí mismo, pero temía la reacción de sus compañeros o del bull-dog, que no mató a Miguel de milagro pero lo dejó malherido.

No siento especial cariño por las fuerzas de seguridad, pero tuve que denunciar que aquellos okupas nos hacían la vida imposible: no solo cuidaban perros peligrosos sino que encendían fuego por las noches, metían ruido, fumaban porros y eran un incordio para el vecindario.

Una mañana llegaron los maderos y los echaron a la calle. Desde los balcones, los vecinos aplaudimos. Por la tarde aparecieron unos operarios y empezaron a tapiar la vivienda. Primero las ventanas y luego la puerta delantera. Al anochecer se largaron dejando el trabajo a medias y prometiendo volver al día siguiente. Eso facilitó que el okupa sordo decidiera pasar allí la noche. Lo vi regresar hacia las ocho de la tarde, sin el perro, cargado con una mochila, un saco de dormir y provisiones. Según su costumbre, encendió una fogata, se dio de cenar y acabó colándose en el chalet por una de las ventanas que quedaba libre.

A la mañana siguiente volvieron los operarios y acabaron de tapiar el reducto con gruesos ladrillos empastados con cemento rápido, cegando algunas grietas y alisando la pared. Me gustó verlos trabajar con tanta eficacia. Incluso me llenó de satisfacción comprobar que, antes de tapiar el último agujero, advirtieron a voz en grito que estaban a punto de acabar su trabajo: ¿Hay alguien ahí? Evidentemente nadie respondió, pero yo intuí que dejaban dentro al okupa, que dormiría plácidamente en el sótano, acunado por la sordera, el vino y los porros.

Durante unos días he podido escuchar algunos golpes en el interior de la casa y me ha parecido identificar los alaridos del sordomudo. Gritos y susurros. Poco a poco, los ruidos han perdido intensidad hasta desaparecer por completo. Me imagino las últimas horas del okupa, sumido en la oscuridad de su tumba, debilitado por el hambre y la sed, arañando las paredes y golpeando los tabiques sin oír siquiera los lamentos que nacían de su garganta. ¡Descanse en paz el sordo, pues! Amén.