El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Antonio Machado, Proverbios y cantares (1912)
Al ver de nuevo Requiem for a Dream (Darren Aronofsky, 2000), la intensidad de su historia ha vuelto a golpearme como la primera vez. Pese a los excesos formales y a esa estética de videoclip gore y psicodélico que resulta un tanto mareante, este relato, siniestro como la vida misma, sigue estremeciéndome.
Algo que me ha llamado la atención desde que se estrenó es el cartel promocional de la película, un compendio esencial, por lo sucinto, de lo que nos encontraremos al enfrentarnos a ella. Un cartel dividido en dos partes aparentemente sin conexión y con las letras del título, en blanco y rojo, situadas en medio de ambas. La zona superior la ocupa al completo un ojo con la pupila dilatada que, con un simbolismo distinto al de los ojos que pintaba Magritte, pero con idéntica fuerza expresiva, clava su mirada ausente en nosotros. En la inferior, en perfecta simetría, la estampa de una mujer de espaldas que contempla plácidamente el mar y nos devuelve esa impresión de soledad que desprenden los cuadros de Hopper. Cromatismo en tres colores: azul, rojo y blanco, como en la trilogía de Kieślowski. A modo de contraste, el fondo negro subrayando la honda melancolía de un réquiem que entona su plegaria por la aniquilación de un sueño. Es el sueño americano disuelto en la nada porque de ella proviene. La etimología de melancolía hay que buscarla en el griego μελαγχολια, en cuya raíz está contenido μελας (melas: negro). El negro es la ausencia de luz, y esta película está construida sobre las tinieblas.
De Requiem for a Dream, además de la sordidez del relato, me interesa especialmente la simbología del ojo y su correlación con la cámara cinematográfica. A propósito de esto, Dziga Vertov, creador de la teoría del Cine-Ojo (Kino Glaz), hablaba de un tipo de cine centrado en los conceptos de realidad y objetividad, sin más artificios que la libertad a la hora del montaje. Aronofsky exprimió a placer la subjetividad y el efectismo que tanto denostaba Vertov, pero llevó hasta las últimas consecuencias la técnica del montaje. Dan fe de ello la frenética yuxtaposición de planos y los desaforados movimientos de cámara. Un remolino visual intensificado por los tintes tremendistas que va adquiriendo la historia y por la presencia constante de Lux Aeterna, la música de Clint Mansell interpretada por Kronos Quartet.
El Cine-Ojo, según Vertov, se basaba en la concentración y la descomposición del tiempo; es decir: en el tiempo vencido, un concepto que Aronofsky materializa en la trama de Requiem for a Dream. Lo visual, encarnado en la forma del ojo que mira y es mirado a la vez, se erige también en símbolo poderoso de lo que el cine representa. El propio Vertov, en El hombre de la cámara (1929), cuyo cartel muestra igualmente un ojo (en este caso mirando a través de una lente), asociaba el ojo humano a la cámara cinematográfica, aunque le otorgaba a la segunda un poder de objetividad que le negaba al primero. Su película, un paseo por la vida cotidiana de una ciudad rusa, no deja de ser un ejercicio de voyeurismo como lo son también las miradas que pueblan el cine de Hitchcock y, ni qué decir tiene, la del mismo Hitchcock. Otro tanto cabe decir del ojo que espía tras una cerradura en Chant d’amour, de Jean Genet, y de los ojos-cámara de Peeping Tom (Michael Powell, 1960) y Arrebato (Iván Zulueta, 1980), película esta última que versa sobre el tiempo y la obsesión creadora, y en la que también está presente la fascinación por la droga como medio para mantenerse a flote. Mientras Buñuel se deleitaba con la mutilación del ojo-que-mira (idea que retomaría Dalí para la construcción del decorado de Spellbound), Fritz Lang ofrecía en Metrópolis la imagen de unos ojos multiplicados y superpuestos, algo que, según Eduardo Cirlot, alude «a la descomposición, a la disolución psíquica que es, en su raíz, la idea de lo demoníaco» . Por su parte, Orson Welles plasmaba en El proceso (1962) su versión del mundo kafkiano – conceptualmente tan cercano al del Lewis Carroll de Alicia– con un ojo gigantesco que, al tiempo que observaba (resonancias iconográficas del ojo divino), era, a su vez, observado por el público de la sala de cine.
Los planos detalle de ojos en Requiem for a Dream, al igual que el ojo inmóvil de Catherine Deneuve en Repulsión (Roman Polanski, 1965), son el síntoma de una enfermedad: la que se trasluce en la mirada alienada de quien no encuentra la salida del caos y que, en su viaje al infierno, enfrenta al espectador con sus propios fantasmas. Aronofsky cristaliza en esas miradas inertes la patología de una sociedad en constante movimiento circular, que, pese a lo frenético de su actividad, no va a ninguna parte. Un círculo que se cierra sobre sí mismo como metáfora de los paraísos artificiales reflejados en una pupila tan dañada como el ojo de la luna de Méliès. Una circularidad que se manifiesta, asimismo, en la redondez de las píldoras multicolores que distorsionan una realidad ya de por sí absurda. Lo circular es una alegoría del tiempo que transcurre enjaulado en la esfera de un reloj, y también la imagen recurrente de las burbujas del caballo justo antes de ser pinchado en vena.
Si en Blade Runner el primer plano de un ojo servía para diferenciar a los humanos de los replicantes, en Requiem for a Dream, los vestigios de humanidad se diluyen entre los límites de la locura y la cordura, de la euforia y la depresión, de la vida y la muerte. La mutilación de cuerpo y mente, así como el ojo descontextualizado del rostro, actúan como representaciones de un modelo social que se descompone y del que no hay forma de escapar. Solo la muerte y la irreversible pérdida de identidad que causa la demencia obran un milagro que -no podría ser de otra forma- pasa por la autodestrucción. Poco antes de la última y sobrecogedora escena, Harry y Marion, la pareja protagonista, se han convertido ya en dos personajes desahuciados por la vida, que adoptan la posición fetal en un intento instintivo de regresar al claustro materno y volver así al punto de partida. Aronofsky nos remite de nuevo a lo circular, además de apuntar hacia la teoría nietzscheana del eterno retorno de lo idéntico.
Alice, la tercera rueda de este macabro engranaje, vive su particular obsesión en Coney Island. Ironía y coherencia con el relato, pues Coney Island fue el gran parque de atracciones de la Norteamérica del siglo XX hasta que se degradó progresivamente y se convirtió en un reducto decadente de drogadictos y prostitutas. El particular parque de atracciones de Alice es la televisión, engendro de la modernidad que es al mismo tiempo púlpito y traficante de sueños que terminan en pesadilla. El trasfondo kitsch de este ojo externo al que Alice vive enganchada está diseñado para dictar consignas y hacer caja, pero su atractivo es tan irresistible y adictivo como lo son los efectos de la heroína y los fármacos. Cuando la mujer toca fondo, la retiran de la circulación y la someten a electroshocks para enderezar su mente baldía, del mismo modo que demolieron los antiguos hoteles y demás zonas de ocio de Coney Island para edificar en esos mismos solares, reflejo de los antiguos espejismos de neón, viviendas sociales destinadas a pobres como ella. Carne de cañón, al igual que el Alex de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), otro personaje de psiquiátrico, otro ojo cinematográfico que, como los de Requiem for a Dream, se revela como signo del individuo atrapado en un mundo distópico.
(…) but remember that the city is a funny place.
Something like a circus or a sewer.
And just remember different people have peculiar tastes.
Lou Reed. “Coney Island Baby”