El misterio de la maleta rosa

Las horribles historias de Sileno


Desde mi balcón tengo una vista privilegiada, inspector. Puedo encaramarme visualmente por las paredes del cementerio municipal y contemplar las hileras de casetas donde duermen los difuntos, y atisbar, también, un poco más allá del descampado, los carromatos de los gitanos y el humo de las fogatas que encienden con el permiso del Ayuntamiento, que los prefiere allí, y no en el centro de la ciudad, donde no hay descampados, sino jardines, papeleras y columpios para los niños. Hasta les mantiene abierta una fuente pública para que los gitanos puedan coger agua y lavarse.

Desde mi balcón veo también pasar al vecindario y así me entero de quién va y quién viene y de qué pie cojea cada uno. Veo a Miguel y a su señora pasear por la acera arriba y abajo, con una dignidad que ya quisieran para sí los marqueses de Villaverde, si es que todavía quedan marqueses, inspector. Miguel ronda los ochenta y cinco. Sobrevivió a un infarto y ahora hace ejercicio porque, como dice, le gusta vivir y quiere seguir viviendo. Su mujer, que es diabética, le acompaña del brazo, soportando su verborrea, ya que Miguel no calla ni debajo del agua. También veo a Braulio acudir a su bar de buena mañana y regresar por la noche, tarde, porque el bar es un negocio muy esclavo. Y controlo además los pasos tambaleantes de Ginés, que sale con su perro tres veces al día y me saluda con la mano desde el pedrusco donde se sienta. Mi balcón ofrece distracciones y elucubraciones sin fin sobre mis vecinos y sobre la vida en general, que es multicolor e imprevisible, como una tómbola.

No hace mucho, el barrio se enriqueció con un tipo pelirrojo de origen belga. Bueno, eso me ha contado Miguel, que sabe algo de francés y habla con Dedé, que así se llamaba el recién llegado. Mayorcito, sin apenas pelo, pecoso, extremadamente delgado y calzando unas crocs blancas de enfermero, Dedé arrastra cada día una maleta enorme de color rosa por el centro de la calzada, aparentemente llena, y luego regresa por donde ha venido con la maleta más ligera, traqueteando a buen ritmo. En verano va con camisas multicolores de manga corta; en invierno, con unos leggins color naranja y un plumífero amarillo con capucha. Eso y unas gafas enormes de montura blanca le dan un aire extravagante y divertido. El ruido de la maleta de Dedé me avisa de su presencia, como me alerta con sus pitidos el camión del butano y la campana del chatarrero. En principio, inspector, yo no sabía a dónde iba, ni lo que acarreaba. Ni idea de quién era o por qué vivía en nuestro barrio.

Gracias a Miguel, que todo lo sabe, me enteré de que el pelirrojo de las crocs (que se llama Desiderio o algo así) alquiló el piso de un profesor de filosofía que murió, de repente, en mayo del año pasado y estaba empeñado en vaciar los libros del profesor en los contenedores para cartón que hay cerca del paso a nivel. Nadie quiere esos libros, y deben de ser abundantes. Cada día Dedé realizaba un par de viajes con la maleta: uno por la mañana y otro por la tarde. Los viajes de la tarde le servían, según Miguel, para llenar un par de garrafas de agua en la fuente de los gitanos. Miguel dice que el agua de aquella fuente es mucho mejor que la del grifo. Por lo visto no está clorada y sabe mejor. ¡A este paso más de uno acabará intoxicándose!

Hasta aquí, lo que sé sobre la maleta y su propietario. Bueno, también me consta que Dedé fue taxista en Marsella, de donde tuvo que salir por piernas, amenazado por la mafia portuaria. Un asunto de mujeres o de deudas, vete a saber. Y también sé que trabajaba imitando a Édith Piaf en la Sala Dietrich, cerca de Museros. Cada noche, peluca, pintura facial y vestido negro de seda para ejecutar un supuesto número de calidad, entre drags queen e imitadoras de Rosita Amores. Non, je ne regrette rien, Milord y La vie en rose. Quienes lo han visto actuar dicen que hace llorar a los camioneros del puerto. Miguel me contó que Dedé, con lo que se sacaba en la Dietrich y algunos ahorros, lograba sobrevivir en nuestro barrio que es, al fin y al cabo, un barrio bastante barato. Un pollo a l’ast en la pollería de Herminia son diez euros, con patatas y una ración extra de mollejas fritas. Ya lo sabe, inspector.

Pero volvamos a la maleta rosa. Hace unos días, quizá el lunes de la semana pasada, oí el traqueteo de la maleta a horas intempestivas. Me asomé al balcón. Era demasiado temprano. Amanecía y el sol no me dejó ver si era Dedé el que arrastraba la maleta. Esperé, mientras desayunaba, pero la maleta no volvió por su recorrido habitual. Luego supe que Dedé no acudió al trabajo nocturno y no se lo volvió a ver en unos días. Alguien decidió llamar a la puerta de su vivienda por si se había muerto de repente, como el profesor de filosofía. Pero no. Dedé había desaparecido.

Ahora me dice usted, inspector, que lo han encontrado cortado a trocitos dentro de su maleta, entre la vía del tren y la valla de la autopista. Con sus gafas de montura blanca y sin leggins. No me extraña. La vida no siempre es de color de rosa.