El mar y el sueño

Escalofríos

 

Jamás había visto el mar. Ni siquiera había estado lo suficientemente cerca como para sentir su aroma flotando en el aire o el salitre impregnándolo todo. Esto, sin embargo, no era del todo cierto, aunque ella no tuviera conciencia de su error. En una ocasión, cuando contaba tan solo dos años, sus padres habían viajado con ella a la costa por un asunto familiar y se habían acercado a la playa, donde, descalzándola, le hicieron mojar sus pies en las aguas saladas del océano. Hacía frío y su experiencia quedó en eso, en notar el agua mojándole los pies, lo que le produjo una rabieta incómoda que la hizo llorar. Dos días después regresaron a su pequeña ciudad del interior y nunca más volvió a acercarse al mar.

Había olvidado por completo aquel suceso y, por no se sabe qué motivos, sus padres nunca lo comentaron. En su cabeza, de manera consciente, las únicas referencias al mar eran las aprendidas en la escuela y, aunque en cierta época sintió curiosidad por sentir en vivo la experiencia de conocerlo, durante la mayor parte de su vida, que ya contaba con cuarenta y seis años, ese tema había sido apartado de sus prioridades vitales. El mar, definitivamente, no formaba parte de su formación ni de sus sentimientos.

Hasta tres semanas atrás.

Desde hacía veinte días soñaba todas las noches con furibundas tormentas marinas y con gigantescas olas rompiendo en las escolleras artificiales que, en sus sueños, aguantaban a duras penas el embate furioso del mar embravecido.

La repetición del sueño cada noche era casi absoluta. Pocos cambios había entre el de una noche y la siguiente, y el de esta con la del día después. Solo ligeras variaciones relacionadas con ella misma, con su indumentaria o los colores de esta, se producían entre un sueño y otro.

Lo que era constante era la soledad. Nunca estaba nadie más que ella enfrentándose a la bravuconería del oleaje y al ruido ensordecedor del viento que agitaba las aguas. Solo ella, sumergida y agitada, empapada, mojada, pero sin miedo ninguno.

No se tenía por buena nadadora y, aunque se defendía razonablemente bien en la piscina, sabía sin ninguna duda que en absoluto habría soportado una tormenta tan brutal como la de sus sueños, sin ahogarse a los pocos minutos. Aun así, en los sueños siempre se sentía confiada en sus capacidades, en su seguridad y en su flotación pese a que, de suceder en la realidad, casi ni los más expertos nadadores habrían podido soportar esas tormentosas aguas.

Cada mañana despertaba empapada en sudor y agotada por el terrible esfuerzo que había tenido que soportar en el sueño, en su lucha por sobrevivir a nado en las procelosas aguas agitadas. Notaba realmente ese cansancio como algo físico, tangible, pero sabía que era consecuencia de su onírica e interminable natación, del continuo sumergirse y salir a flote a respirar entre tanto acuoso movimiento. También sabía que nunca se ahogaría –en el sueño– y que, por muchas vueltas que le dieran las olas, siempre sería capaz de superar el interminable vaivén, el infernal desamparo que aquella inmensa y revuelta agua infinita le proponía cada noche.

Lo más curioso de todo es que el sudor de su cuerpo tenía un aroma especial, a algo que no era capaz de identificar, pero que la llevaba insistentemente al mar de sus sueños o, cuando menos, a un leve y sutil olor a pescado, a marisco… Al mar, nuevamente. Su cuerpo olía a ese mar que la removía oníricamente cada noche mientras dormía.

Sin saber muy bien por qué, probó a lamer su piel, a chupar el sudor que humedecía su cuerpo, y lo notó marcadamente salado, lo que la inquietó aún más. También observó cómo las yemas de sus dedos tenían la piel arrugada, como cuando permanecía mucho tiempo sumergida en la piscina o en la bañera.

No era temor exactamente lo que sentía, pero todas estas circunstancias provocadas en y por sus sueños le producían una inquietud que, unida a la fatiga con la que despertaba cada mañana, la tenía en un estado de intensa perturbación, de agotamiento general que procuraba compensar con poca actividad, con relajación y descanso todo el tiempo de vigilia que le dejaba el trabajo.

Sus amistades más cercanas le preguntaban por ese extraño aspecto de cansancio que proyectaba. Ella se confesaba con cierto rubor explicando sus oceánicos sueños repetidos, lo que siempre asustaba a quienes la escuchaban, y les colocaba, invariablemente, en disposición de aconsejar remedios y soluciones a sus obsesivos sueños, siempre con una descontada eficacia, según ellos.

Pero ella sabía que nada de lo que le contaban serviría para dejar de soñar con el mar, que seguía presentándose sin falta cada noche. 

Y sin olvido, pues, aunque casi nunca antes había recordado sus sueños, ahora, al despertar, siempre tenía conciencia de haber nadado y flotado; de haberse empapado y de haber tragado, sin angustia ni ahogo, toneladas del agua de la mar revuelta y arisca.

Alguien, un día, al escuchar el relato de lo que le pasaba, preguntó si no se había planteado enfrentarse al mar real, bromeando con conjugar el sueño con la realidad, como una especie de catarsis o exorcismo. Eso sí le pareció razonable y decidió acercarse a la costa a fin, quizás, de descubrir por qué el mar le llamaba cada noche de esa manera.

Cuando estuvo junto a la orilla, a la que probó a acercarse al anochecer y totalmente desnuda, casi a modo de ritual; cuando mojó sus pies en el agua salada frente a ese violáceo horizonte, en ese mar tranquilo, sosegado, plano y tan especular que parecía que tenía dos lunas frente a ella; justo en ese instante, supo que sus sueños, que esas pesadillas repetitivas que la ahogaban sin ahogo cada noche, desaparecerían definitivamente…

La mañana siguiente amaneció con la trágica noticia del encuentro de un cadáver hinchado de mujer aparecido en la orilla.