Ayer encontraste una cajita de madera oscura, algo hinchada por la humedad, de donde nacían palabras; te extrañó contemplar que las palabras no tenían raíces como las de los olmos, esos árboles de corteza agrietada que florecerán cuando muera el invierno, y admitiste con tristeza que no sabías de qué modo nacían las palabras.
Sabes que no nacen de la tierra húmeda, como los árboles, y que sus raíces son otras. No brotan de la tierra sino de quien la habita, y esa voz de quien habita la tierra emerge en la cajita mágica de donde nacen las palabras, emitiendo sonidos de distintos tonos, como las hojas mecidas de un lado a otro por el viento.
No se nutren de la lluvia ni de la luz del sol, ni florecen en primavera, aunque sí hay una palabra para cada estación, y alguna habrá que en otoño caiga como una hoja impelida por el viento. En ocasiones una palabra te entristece demasiado y quisieras no haberla oído; en otras, la retienes con delicadeza para que no se rompa.
Porque no dudas que las palabras se rompen, como se rompen los espejos y también como ellos siembran maldiciones que perduran hasta siete años. Quizá por eso hay que tratarlas con delicadeza, como a la cristalería más fina, hay que respetar su intimidad, no perturbarlas y permitir que se recompongan después de caer vencidas en una batalla.
Caminas tierra adentro por laderas y colinas, por ríos y valles, percibes ese hablar sin palabras que tiene el bosque y huyes entre cielo y tierra, donde las palabras nunca se quiebran y no es menester saber lo que susurra el viento.
Es entonces cuando te preguntas cómo debe ser el lenguaje de los árboles.
Fotografía de Lolita Lagarto