Hay lenguajes que cuestan entender. Me cuesta entender el lenguaje de las flores que pretende explicarme las cosas del amor.
Con cara de bobo pregunto al azahar, a los lirios y a las violetas dubitativas cómo se expresa el significado de unas mejillas ruborizadas o cómo convocar la pasión de la persona amada. Y las flores me responden con las palabras de siempre: el rubor y la pasión son apariciones naturales como la víbora que se esconde tras el matorral o el ácido desoxirribonucleico que forma parte de nuestras células.
Sin embargo, la rosa con espinas me asegura que el amor es un tirano sanguinario que nos anula con venenos y filtros mágicos, pero insiste y añade que el dolor, el temblor y mal de amores son superiores y más placenteros que la libertad perdida. Entonces contesto y me rebelo, porque sé que el dolor de la tripa o de una llaga son mucho más intensos y ciertos que el pinchazo de una espina enardecida.
Me alejo de la rosa, no quiero saber nada de ella ni entender su lenguaje porque en él hay engaños. Estoy convencido que el amor es una forma de idealizar el hipocondrio y que los temblores que el amor provoca sólo son un estímulo para la perpetuación de la especie.
Así las cosas, las flores y yo no nos entenderemos nunca. Jamás entenderé el lenguaje de las flores.