Todos los ojos estaban puestos en ella. Sus dedos, finos y elásticos, ejecutaban una compleja danza alrededor del cordón. Con extraña habilidad trazó un doble lazo corredizo sobre el saquito del té. Dio un suave tirón y el hilo se ciñó sobre su presa, arrancándole hasta la última gota. Rechazó el azúcar. “Éste lo tomaré amargo”, pensó. Tres rápidos sorbos vaciaron la taza. Mirando su fondo pensó que no hacía falta leer en el rastro púrpura de la bebida para adivinar qué le deparaba el futuro. Devolvió la taza, respiró hondo y, con toda entereza, subió los peldaños del cadalso.
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