Apreciado Manolo:
Confieso que anteayer no pude resistirme y me colé en la trastienda del bar para robarte.
Comprenderás que tantos meses sirviendo mesas a cambio de dos euros la hora y las propinas han conseguido abrir una brecha en mi integridad moral, que no es mucha (la integridad, quiero decir, que no la brecha). Así que aproveché que me había quedado solo tras la barra para meterme en tu despacho y abrirte los cajones. Allí encontré un billete de cinco mil pesetas y tres de mil (que no sirven para nada) y varios paquetes con monedas de un euro y de cincuenta céntimos, para el cambio. No había mucho, la verdad, pero arramblé con todo y lo metí en una mochila vieja que encontré en el tercer cajón de tu mesa. También cogí lo poco que había en la caja registradora. Estamos a fin de mes y no había mucho registrado, pero la rabia me pudo y no quise esperar a que hubiera más.
Aquello pesaba —tanta moneda y tanta sensación de culpa—, así que salí corriendo del bar con la mochila a cuestas y me fui a la pensión.
Al volver te habrás preguntado dónde coño estaba yo y cómo se me había ocurrido dejarme la barra así, sola y sin nadie. Pues bien: me marché pitando porque te tengo miedo, Manolo. Miedo y respeto. Respeto porque eres el jefe y miedo porque eres un bestia y sé de lo que eres capaz cuando alguien te incomoda o se mete en tus cosas. Lo sufrí en la mili, ejerciendo tú de cabo primero y yo de soldado raso, y después en la vida civil, porque se me ocurrió meterle mano a Purita, tu novia, en el baile, y ella va y te lo dijo. Me rompiste las narices de un puñetazo. Total para que luego la dejaras preñada y te desentendieras del asunto, que eres un poco cabroncete, Manolo. Así que no se me ocurrió nada mejor que salir corriendo del bar con el dinero, marcharme de la pensión y abandonar Barcelona para siempre. ¿A dónde ir? ¿A León, a mi pueblo? Ni hablar. Me buscarías. Y si no me encontrabas allí, igual te metías con mi madre, pobre mujer, que no tiene la culpa de tener un hijo ladrón y cobardica.
Examiné el montante del robo y no superaba los dos mil euros. Con eso, Manolo, no iba a ninguna parte. Solo pagando lo que debo en la pensión y comprándome un bocadillo y un billete del AVE a Madrid me quedaba con setecientos euros, y ya me dirás a dónde voy con eso y qué hago con mi vida. En estas reflexiones estaba cuando encontré en tu mochila una foto que nos hicimos en Jaca cuando compartimos iglú en el batallón de montaña, con el teniente Ferrero y el resto de la compañía, con los esquís y la nieve al fondo. ¡Qué días, Manolo! ¡Aquello olía a compañerismo! Me puteabas a saco, pero yo te quería. Nos conocemos desde los veinte años, y siempre hemos sido una pareja bien enrollada, sobre todo si yo hago todo lo que a ti se te antoja. Al recordar aquella época se me han humedecido los ojos y he pensado que prefiero tu amistad a cualquier otra cosa… Así que he pensado que más vale que te devuelva el dinero y siga trabajando en tu bar a cambio de cuatro perras y las propinas. Quizá tu amistad sea un complemento intangible (¡qué palabra!) que debo valorar. Aunque por el mismo precio podrías dejarme dormir en la trastienda. Así, al menos, me ahorraría la pensión. Todo en nombre de nuestra amistad.
Con esta carta quiero presentarte mis excusas, Manolo. Mañana, o sea, el sábado, pasaré por el bar y, si me lo permites, te devolveré el dinero, descontando el bocadillo de calamares que me cené anoche y la cerveza. ¡Ah! Y un carajillo de ron. Te juro que no lo volveré a hacer. Lo de robarte, digo.
Me he equivocado, lo siento. No volverá a ocurrir.
Fermín