Leo algunas digresiones sobre la vida buena: cómo definirla, cómo hacerla propia, cómo vivirla. Los modelos de Epicuro, Aristóteles o Séneca no logran tranquilizar el ánimo del estudioso, que desearía perpetuamente sereno. No es fácil alcanzar la felicidad; siempre acaban molestando los problemas económicos, afectivos, de salud, las aspiraciones insatisfechas, los recuerdos vergonzosos… La lista sería interminable. Y aun a sabiendas de que nunca podremos darle alcance, la felicidad sigue tirando de nosotros y llevándonos lejos. Busca, esfuérzate —nos dice—, y me encontrarás.
Me lanzo entonces a la lectura de un libro de título tan sugerente como La filosofía y la cuestión de la vida buena (2002), de Ursula Wolf, y recalo en el prólogo que le dedica la también filósofa Margarita Boladeras, alemana aquella, española esta. Escribe la filósofa española que el mundo griego clásico se enfrentó con intensidad y dramatismo a ciertas aporías existenciales que no supo resolver. Son estas:
1) La dependencia del ser humano respecto a los hechos externos y cambios de fortuna sobre los que carece de control. No dominamos —ni dominaremos— la marcha de lo que acontece.
2) La falta de un conocimiento completo sobre el mundo y nosotros mismos. Ignoramos la razón última de las cosas; tampoco sabemos demasiado sobre nuestra identidad.
3) La imposibilidad de abarcar la multiplicidad de lo que nos rodea y de lo que somos. No hay ni habrá paz interior, viviendo como vivimos en un fluir constante de acontecimientos que nos descoloca.
Sin ir más allá del prólogo, caigo en la cuenta de que no hemos avanzado mucho desde los griegos. Sus aporías siguen vivas y quizá han sido amplificadas por la ciencia y la tecnología. Ahora es más patente que nunca nuestra ignorancia sobre el universo y sobre nosotros mismos. Cada vez parece más difícil apresar la vida buena.
Hay un fondo inquietante en todo este asunto: cualquier construcción intelectual sobre cómo vivir se construye sobre la idea de finitud. El conocimiento y la vida son efímeros, como nuestra sociedad, como el universo del que formamos parte. Mortales y mortíferos. No creo que los pensadores griegos ignoraran esta verdad y, por tanto, dudo que, sabiéndolo, consiguieran la beatitud que predicaron.
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
— Viva como pueda o como buenamente su sentido común le dé a entender. Al fin y al cabo nadie le va a garantizar una alternativa mejor.
— No pierda de vista la mortalidad. La única certeza que nos queda es que todo termina: el pensador y lo pensado. Quizá eso le oriente sobre lo verdaderamente importante y lo que no lo es.
— Y si esa finitud le inquieta, lea a Parménides, a ver si consigue interiorizar la idea de que usted es una pieza más del tablero y que sus preocupaciones carecen de importancia. No se entretenga en paparruchas (las opiniones de los simples mortales) y déjese acunar por el Himno del filósofo. Quizá así logre la beatitud de los que saben que lo mismo es el pensar y el ser, la multiplicidad y el uno, el cambio y la estabilidad. Aprenda a mirar sin hacer caso de los ojos.