En 1984 y durante cuatro años trabajé como profesor de filosofía en el instituto Albéniz de Badalona, un centro grande, luminoso, bien dotado. En sus tres plantas albergaba biblioteca, gimnasio, laboratorios de física y ciencias naturales, aulas de dibujo y sala de profesores. Había despachos para las diferentes asignaturas. Éramos cuatro profesores de filosofía. Las aulas mantenían la tarima de madera y los pupitres atornillados al suelo; en sus paredes todavía se adivinaba la silueta del antiguo crucifijo y el retrato del dictador. En la planta baja había sitio para una enfermería con botiquín de urgencia y un viejo aparato de rayos X; también para un aula específica de Historia del Arte, la secretaría, el bar y la cabina de los conserjes. El edificio, que era de 1968, contaba con salón de actos, pistas deportivas y una casita adosada para el responsable de mantenimiento. Podría añadir que ya no se hacen institutos así, pero no lo sé a ciencia cierta. Seguramente no es más que una sospecha. Habría que dilucidarlo.
Cada una de las particularidades de aquel edificio podría ser objeto de análisis. ¿Por qué se construyó en 1968, por qué con esa distribución en tres plantas, quién pagaba a la bibliotecaria, por qué los profesores de ciencias y dibujo vestían bata blanca, de dónde llegaba la sobrasada de los bocadillos del bar, por qué los conserjes de tarde eran guardias civiles retirados? Cada pregunta necesitaría una explicación. Y reuniendo todas esas informaciones podríamos llegar a comprender la compleja realidad del instituto. Pero me temo que sería un esfuerzo vano: no todos los entes se pueden dilucidar.
Mil anécdotas jalonan aquellos primeros años de docencia, exploración y hallazgo. Recuerdo, por ejemplo, la presencia en la sala de profesores de Mateo Villajoyosa, un andaluz dicharachero y sudoroso, vestido con traje marrón tabaco, que acarreaba dos imponentes maletas cargadas de libros. Villajoyosa era representante de la extinta Editora Nacional. Recuerdo su palique y su habilidad para la venta. ¿De dónde salió aquel tipo? ¿Qué fue de él?
La idea de una editora nacional surgió al final de la Guerra Civil como un instrumento de propaganda del Régimen. La dirigió Pedro Laín Entralgo y, posteriormente, Tomás Zamora y otros. En la etapa de Manuel Fraga en el Ministerio, la Editora Nacional lanzó interesantes colecciones de poesía, literatura y ensayo. Con el tiempo, tuvo que ceder terreno a la industria del libro y rebajó su actividad. El gobierno de Felipe González clausuró la Editora Nacional en 1985, momento en que apareció nuestro particular vendedor de libros para saldar los restos del naufragio.
El catálogo de Villajoyosa incluía clásicos del pensamiento, poesía de la colección Alfar y libros raros de títulos insensatos, como El ente dilucidado, del capuchino Fray Antonio de Fuentelapeña. En visitas sucesivas adquirí la Ética de Spinoza, los Escritos filosóficos de Diderot o los Escritos de filosofía jurídica y política de Leibniz, libros que fueron muy útiles en mi trabajo. Pero lo que más me llamaba la atención del contenido de aquellas maletas era la delirante Biblioteca de Visionarios, heterodoxos y marginados de la Editora Nacional, con títulos que rozaban el disparate: Galería fúnebre de Espectros y Sombras ensangrentadas, de Pérez Zaragoza, las Dos cartillas de fisiognómica, de Ibn Arabí Al-Razí, Los libros plúmbeos del Sacromonte, de Miguel de Hagerty o el ya mencionado libro del capuchino de Fuentelapeña. Ejemplares que solo podría haber publicado la Editora Nacional.
—¿Conoce usted, don Pedro, el misterio de los seres invisibles? —me preguntaba con brío Villajoyosa lanzando un volumen sobre la mesa de la sala de profesores—. ¿Se imagina a Fray Antonio de Fuentelapeña dilucidando la existencia de tales entidades? Como usted supondrá, no se refería a los infusorios u otras formas de vida ocultas al ojo del humano, tema recurrente entre los naturalistas del siglo XVII. En su libro, el capuchino especula sobre la existencia de fantasmas y otros monstruos de la cultura popular. El ente dilucidado constituye, pues, un completo catálogo de maravillas que un profesor de filosofía no puede ignorar. ¡Ochocientas páginas de información titubeante al increíble precio de 500 pesetas!
Debo confesar aquí que soy incapaz de resistirme a un discurso bien elaborado. Con cuatro frases elocuentes y un poco de coba se me puede vender cualquier cosa, desde una enciclopedia de la alta cocina a la colección completa de Visionarios, heterodoxos y marginados de la Editora Nacional. En una ocasión, un tipo italiano que ostentaba un hipnótico ojo de cristal, me vendió un sofá de piel que no necesitaba, mostrando interés por mi tesis sobre Leibniz. Recuerdo que le regalé una edición crítica de la Monadología en la que yo había colaborado. ¿Por qué lo hice? ¿Cuánto tardaría el italiano en deshacerse de ella?
Más de treinta años después encontré a Mateo Villajoyosa descansando su extenuada vejez en un banquito de la plaza Villa de Madrid, junto al Ateneo de Barcelona. Fue un encuentro casual. El hombre iba acompañado por una cuidadora sudamericana. Me acerqué a saludarlo y me miró con curiosidad bobalicona. La cuidadora me aclaró por señas que el señor Villajoyosa estaba «en otra parte» y que apenas comprendía nada de lo que le rodeaba. Entonces le expliqué que aquel hombre había brillado por su vasta cultura y su extraordinaria capacidad para conversar. La sudamericana asintió, musitando: «¡ya ve usted en lo que queda tanta grandeza!».
No me cuesta admitirlo: a estas alturas de mi vida, no he pasado más allá de la página diez de El ente dilucidado, ni tampoco me he librado del sofá de cuero italiano ni de la enciclopedia de la alta cocina. Y no acabo de comprender por qué los conservo.
Quizá todavía no me conozca demasiado. Sin embargo algo sabían de mí el tal Villajoyosa y el vendedor italiano del ojo de cristal, y supieron aprovecharlo para seducirme con sus ventas. Ahí están el sofá de cuero y los libros de la Editora Nacional para testificarlo. Reflexionando sobre este particular he pensado que quizá los trajes marrón tabaco de Villajoyosa o el ojo de cristal del vendedor italiano ejercieron un poder sobre mi persona y compré lo que no necesitaba. ¿Capricho? ¿Desvarío? Me gustaría descubrir de qué pie calzo y cuál es la debilidad de mi talón de Aquiles. Este ente que soy, o que habito, precisa una dilucidación.