Se conocieron en el aula de Farmacognosia de la Facultad de Farmacia. Ella llegó tarde, iba ya a empezar la disertación del Dr. Escohotado sobre Prognosis de la inoperancia cognoscitiva bajo los efectos combinados de diuréticos y cannabis, no vio otro sitio y se sentó a su lado. Ni que decir tiene que él estuvo de un tenso subido durante todo el rato. Su nerviosismo llegó a cotas inusitadas cuando le tuvo que ceder un completo recado de escribir porque ella, despreocupada como era, había entrado en clase sin nada más que su sonrisa, pues se había olvidado todo en el coche. Pero esa sonrisa era más que suficiente, y mucho más para Helenio, que estuvo disculpándose media hora de la calidad del papel prestado, del grosor de la línea que trazaba su pluma, etc.
Acabada la clase, cuando ella atendió a la llamada de un amigo, él no se atrevió a reclamarle la devolución de todo lo que le había prestado, y la vio alejarse desde su asiento, aún reponiéndose de la emoción sufrida. ¡Marta Escobar, el objetivo de sus ensoñadoras miradas desde que empezó el curso, había estado sentada durante una hora a su lado!
En La Casa de la Estilográfica ya se frotaban las manos, aquel año, cuando veían entrar a Helenio, porque sabían que iba a salir de ahí con, por lo menos, otra buena estilográfica, cuya calidad había ido incrementándose compra a compra. Y es que, desde ese primer día, aunque ya no se sentara a su lado, Marta iba a buscar antes que nada a su inicial proveedor algo con lo que escribir. Incluso había intercedido para que Helenio —del que ya conocía hasta su nombre— hiciera el mismo servicio a algún que otro amigo. De esta forma, aunque con tareas más bien subsidiarias, cercanas a la servidumbre, Helenio se había ido haciendo un sitio en el círculo de Marta.
En los años siguientes todo el grupo supo de la adoración de Helenio por Marta… y del poco caso que ésta le hacía. Lo empleaba, eso sí, para hacer cantidad de recados y, si alguien le recriminaba su postura, acababa convenciéndole, porque era verdad, que era lo mejor que podía hacer por él, pues Helenio casi se derretía pensando en que su actividad favorecía, de una u otra forma, a su amada Marta.
La lista de servicios prestados por Helenio para Marta fue acumulándose y unos cuantos los podemos calificar sin error de importantes.
Un ingenioso sistema de sustitución parcial que ideó cuando ella le confesó que no se veía capaz de aprobar la asignatura decisiva de la carrera otorgó, de hecho, el título a Marta. El que él se viera forzado a aprobar en la siguiente convocatoria fue, en el fondo, solo un mínimo percance colateral que él asumió con generosidad y satisfacción.
Los que sabían de la relación (inexistente en plan íntimo) entre Marta y Helenio) hablaban de ella siempre en petit comité, viéndola como cosa extraña y, a la vez, divertida. Sólo cuando los favores que Marta pedía a Helenio hacer para sus sucesivos novios subieron de castaño oscuro ciertos reproches surgieron. Pero, por lo demás, era un tema de conversación habitual, ya asumida la sumisión extrema.
En contrapartida, Marta trataba muy correctamente a un Helenio siempre a su disposición, y eso no cambió cuando se casó con uno de esos novios para los que Helenio había hecho de todo. Incluso, dada la afición de ambos por el cine y la nula existente por parte de su marido, raro era el viernes que no acudieran a ver el estreno más destacado. Los viernes, gracias a esa práctica, pasaron a ser los días más preciados de la semana por Helenio quien, a media proyección, cuando ella se mostraba totalmente imantada por la pantalla, dirigía una disimulada mirada a su vecina de butaca, recorriendo su visión esas piernas enfundadas en medias oscuras en invierno, desnudas en verano, deteniéndose un momento en sus muslos y rodillas (¡cuántas veces se imaginó depositando su mano en ellas!), descifrando casi mentalmente, porque entre la ropa y la oscuridad no había grandes oportunidades de hacerlo sin peligro de ser descubierto, la ligera curva de su vientre, el perfil de sus pechos, alcanzando ٳ—y ahí una agitación casi imposible de amagar le recorría el cuerpo: una vez ella notó algo, bajó su vista de la pantalla y le preguntó si le pasaba algo, si se encontraba bien— su escote. Un par de respiraciones compartidas y seguía hasta detener su mirada en el rostro de ella, los ojos atentos a la pantalla, con un cierto resplandor de emoción en el mejor de los casos.
Las ocasiones en las que había podido gozar de su compañía en el cine y, albricias, de una mirada cómplice aprobatoria en una fase de la película que satisfacía a ambos, hacían derretir a Helenio, colmando su felicidad, en un estado sólo comparable a una ocasión en que, ausente el marido de Marta, la compartida sesión de cine fue precedida por una comida en una terraza, al sol de invierno.
Muy telegráficamente relataré ahora lo acaecido el 14 de febrero de este año. Una semana antes, Marta iba con su marido por la carretera de regreso a su ciudad. Él, aunque dijo que estaba perfectamente, había bebido bastante, pero nadie le pudo disuadir de conducir. Casi entrando en la ciudad le fallaron los reflejos e incrustó el coche en un camión de la basura que estaba haciendo su ruta habitual. Resultó ileso él, pero el traumatismo ocasionó lesiones irrecuperables en ambos riñones de Marta. La única salvación era un trasplante de urgencia, que programaron, precisamente, para esa fecha, el 14 de febrero.
La operación fue un éxito, el riñón de Helenio fue aceptado sin ningún problema por el cuerpo de Marta. La cadena de infortunios cayó del lado de Helenio. No se sabe si algún manejo médico fue erróneo. El caso es que se desangró más de lo esperable y una sucesión de infecciones de esas a las que han asignado el nombre de “de quirófano” fueron empeorando su estado. En el último momento, consciente aún, se le pudo ver una débil sonrisa de satisfacción. Le acababan de comunicar el resultado totalmente positivo de las pruebas efectuadas con Marta sobre la aceptación de su riñón.