Quedamos en el bar de Belén con Jesús, María y José, una familia de Nazaré. En su casa habían entrado los ladrones, y al pobre de José le robaron los calzones. Llovía. Me caían gotas en la cabeza, sonaban como una cam-pana sobre cam-pan-a. No paraba, y la inundación recorría el mundo, como la marea. Jesús, que aún es un niño y fan de Greta T., nos dio una charla sobre el envenenamiento de las aguas: «El problema son los peces, que la beben, la beben y la vuelven a beber». Le dije que estuviese tranquilo, que esa noche un señor —Nicolás—, que es un elfo, iba a venir con sus renos a arreglar el entuerto. «Jojojó». Sentenció sarcástico. Dijo que él no creía en esas chorradas, que aunque fuese el chiquirritín queridito del alma, ya no era un bebé. Hice un chiste con eso y lo de los peces borrachos y me miró condescendiente. Me pareció ver un aura dorada alrededor de su pelo. «Será el vino». Pensé. En ese momento entraron Melchor, Gaspar y Baltasar, tres camellos transexuales amigos de María. «Ya vienen las reinas, con el aguinaldo…». Dijo José en voz baja. Reímos con alegría mientras repartían los cánticos de la tierra. Todos contentos nos abrazamos envueltos de incienso, ungidos de mirra y escasos de oro, y nos deseamos paz y felicidad. Salimos a la calle; «Vaya, ahora graniza». Rópopompóm.