Avelino Garrido se comía los mocos cuando era un crío. Más tarde comenzó con la manía de morderse las uñas. Un vicio tonto. Después siguió con las cutículas y los padrastros, luego con la piel dura adyacente a cada lado de la uña. Los dedos se le pusieron como porras.
Un día se percató de que estaba mordiéndose los labios. Se hallaba en el cine viendo una película de suspense. Había unos malos muy malos, de esos con sombrero y vestidos con traje negro, metidos todos dentro de un sedán también negro. Y perseguían a una joven rubia, muy guapa por cierto, que corría despavorida por la calle. Era de noche y no había un alma. Solo se oía el chirriar de los neumáticos en los adoquines y el taconeo frenético de la moza que huía a la desesperada. La persecución de la chica por aquellos mafiosos le producía desazón. Tanta que, cuando se quiso dar cuenta, se había hecho sangre al arrancar jirones de piel reseca de los labios con la ayuda de su dentadura.
Una noche, tras ducharse, comenzó a cortarse las uñas de los pies y no pudo reprimir sus impulsos. Dejó la tijera a un lado y comenzó a mordérselas con sus propios dientes. Al tirar en exceso de una de ellas, la del dedo gordo del pie izquierdo, como estaba muy dura, se rajó por donde no debía, arrancándose la mitad y dejando al aire la pulpa blanquecina de debajo. Se hizo sangre. No quedó ahí la cosa, pues del esfuerzo que hizo se partió también uno de los incisivos, tragándose sin pretenderlo un fragmento del mismo.
Un día fue a un restaurante con su amigo Juan.
Su amigo pidió un chuletón de buey, poco hecho. Y él un plato de pasta con queso rallado. Mientras el amigo daba buena cuenta de la carne y con el cuchillo dejaba aflorar un interior rojizo y sanguinolento, le dijo:
—No sé cómo podéis comeros la carne medio cruda. Yo, últimamente me estoy volviendo casi vegano: pasta, arroz y ensaladas, sobre todo.