De repente me preguntas qué es el amor y qué siento por ti y, una vez más, me pones en un compromiso. Quizá debería decirte que no sé lo que es, ni qué tiene que ver con mis sentimientos. A veces me parece un afán sublime que va más allá de la mera atracción física. A veces, un simple deseo sexual arropado por la literatura. Y respecto a lo que siento por ti, tengo mis dudas, pero esto no debería decírtelo. A menudo me mueve la atracción física; a veces, la complicidad espiritual; en otras ocasiones creo haberme equivocado de persona o haber elegido mal… ¿Qué siento ahora por ti? No lo sé. Quizá convendría callar, o desviar la pregunta y preguntarte a ti: ¿Qué es el amor, Margarita? ¿Qué sientes tú por mi? Si quieres lo hablamos, pero habla tú primero.
—Estoy de acuerdo —me dices—. Deberíamos saber qué es el amor antes de identificar lo que sentimos. ¿Será lo nuestro un amor romántico, un acuerdo espiritual o pura palabrería? Con frecuencia el amor nos lleva a buscar lo que nos falta, algo que sirva de complemento a nuestra precariedad. Pero esa búsqueda —me aclaras— no puede detenerse en la compañía de algo físico y mortal. Al menos eso es lo que apunta Platón en El Banquete. La belleza física es casual; la compañía de las personas, se agota con el tiempo; la felicidad, transitoria. El amor nos mueve hacia lo duradero, como la belleza de las almas o la verdad. La fuerza de Eros nos eleva hacia la belleza en sí, que es un ideal trascendente. Como puedes ver —concluyes— estamos lejos de alcanzar ese ideal; por lo menos tú, que vives pendiente de los sentidos y no pareces tener ganas de abandonarlos.
Entonces intervengo yo y te recuerdo que hay otros clásicos del pensamiento —y no sólo Platón— que hablan del amor desde posiciones más realistas. Te hablo de Rousseau y su Discurso sobre la desigualdad de los hombres, del Tratado sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime de Kant, y de las breves y acertadas palabras de Spinoza: “El amor es un cosquilleo acompañado por la idea de una causa externa”. Ese cosquilleo que yo experimento en presencia de las personas que me gustan.
Tú insistes, entonces, en que el verdadero amor —no el cosquilleo— es una aspiración hacia algo que está «más allá de lo dado», un afán de inmortalidad, ya sea física (a través de los hijos) o espiritual (a través de la obra bien hecha, del bello discurso, de las buenas acciones). Creo que sigues pendiente de los ideales platónicos —que, además, culpabilizan—, pero remachas con una cita de Zygmunt Bauman que, aunque actual, se mantiene en la misma línea: “El amor está muy cerca de la trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo”.
No tengo más remedio que traer a colación a Schopenhauer, para quien el amor romántico y el amor platónico son versiones equivocadas de lo mismo. En su breve ensayo Metafísica del amor, Schopenhauer lo coloca en el terreno del instinto sexual, que es uno de los resortes más poderosos de la actividad humana. Su finalidad es que cada macho se ayunte con su hembra. «El objetivo de toda empresa amorosa —escribe el filósofo alemán— es la composición de una nueva generación». Esa pasión amorosa expresa la voluntad de permanencia, propia de la naturaleza, una voluntad que el ser humano experimenta con la misma urgencia que el resto de seres vivos. Para Schopenhauer, somos vehículos de la voluntad de vivir y lo que llamamos «amor» no es más que la manifestación del impulso sexual al servicio de ese proyecto.
Schopenhauer piensa —prosigo— que somos esclavos de una ilusión: concebimos el amor como una elección personal, cuando es un mandato de la naturaleza para conservar la especie. El humano cree perseguir la belleza a través del amor, pero, una vez satisfecha la pasión, experimenta un especial desengaño: «El asombro de que el objeto de tantos deseos apasionados no le proporciona más que un placer efímero, seguido de un rápido desencanto». Quizá la belleza no era sino un espejismo. En definitiva, querida —concluyo—, el amor es sexo, el sexo es instinto y el instinto es la expresión de esa impersonal voluntad de vivir que bulle en la naturaleza.
Tras mi intervención, Margarita no ha podido evitar un respingo.
—Pues ya que insistes en devaluar el asunto, cielo —me dices—, voy a contarte cómo lo ve Nietzsche para que, si quieres, te apliques el cuento. Según Nietzsche, el amor nos impulsa a poseer a otra persona, aspira a conseguir un poder incondicional y exclusivo sobre el objeto de nuestra pasión. El amor y la codicia son anhelos sinónimos. «El que ama —escribe Nietzsche— quiere poseer él solo a la persona amada, pretende tener un dominio absoluto sobre su alma y su cuerpo, quiere ser el único amado, morar en aquella alma y dominarla». El amor en Nietzsche es la expresión de la voluntad de poder, un deseo que se satisface en el acto de dominar al otro. El demonio de la dominación no es la necesidad instintiva, sino el amor al poder. Y el poder amoroso consiste en transformar al amado en lo que somos, amoldarlo a nuestra imagen y hacerlo renunciar a sí mismo.
—Me das miedo, Margarita —le digo—. Casi prefiero que me ames como se ama en las novelas románticas, puerilmente, o a la manera platónica.
—Pues lo tienes crudo, querido —me contestas—. Comprenderás que, a estas alturas, no ofreces un digno complemento a mis necesidades; aunque te esforzaras, no podrías colmarlas. Por otra parte me resulta difícil pensar que puedas ser para mí el trampolín de la belleza trascendente. De modo que lo más práctico será acabar con todo este asunto por la vía biológica. El instinto sexual lo tengo, pero, a diferencia de lo que escribe Schopenhauer, no lo vivo como una determinación de la naturaleza, sino como algo mío, y muy mío, elegido por mí y alimentado para lograr mis objetivos. Me preguntas qué siento por ti y voy a decírtelo. Hoy estoy con Nietzsche, y siento que voy a devorarte y convertirte en una parte de mí para siempre. Te absorberé y desaparecerás, tras haber aplicado sobre tu personita esta voluntad de poder que me embarga. ¡Adiós, cielo!
Y aquí terminó la conversación. Lo que vino después no sabría explicarlo.