El amor en la postguerra: en el cine y fuera de él

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine

 

Dicen que cuando uno ha visto de cerca la muerte le entran unas ganas locas de sentirse vivo. Que por eso se dan tantos líos súbitos, inesperados, entre quien se ponga a tiro y alguien que ha visto cómo le han arrebatado a un ser querido.

Si así son las cosas, qué mejor que nuestra guerra civil, tan bestia ella, para desatar las pasiones amorosas de los supervivientes… Pero no sé si fue exactamente así. Miro una pirámide de edades que, dado lo poco extendido de los métodos anticonceptivos entonces, debiera registrar el fenómeno, y sí que pasado el frenazo de la guerra vuelve a aumentar la población, pero se ve que la penuria económica frenaba las expansiones. De tal manera el aumento no fue súbito, sino paulatino hasta bien entrado el desarrollo económico en la Península.

Lo que está claro es que en el cine patrio de la inmediata postguerra la cosa anduvo más bien constreñida en lo que a pasiones amorosas se refiere. Lo de “hacer el amor” no era en sus películas la expresión más o menos cursi de llamar a la jodienda, sino un tonto estado de ánimo juvenil, por el que caballeros bien trajeados o enfundados en un deportivo conjunto, revoloteaban alrededor de una niña rica “en edad de merecer” con peinado “arriba España”. Comedias de primera hora de Juan de Orduña o de otros realizadores que intentaban imitar la sofisticada comedia americana, eran el ejemplo paradigmático de ese cine. Quizás por lo marcianos que me resultan todos esos personajes, a veces hasta veo con agrado alguna de esas películas.

Hubo también, eso sí, otro cine aparentemente de pasiones amorosas, pero que, al mezclarse con causas histórico-patrióticas, se convertía básicamente en infumables declamaciones entre decorados de cartón piedra.

¿Y en la vida real? Algo se debió contagiar de toda esta plaga. De tanto leer y oír ese lenguaje grandilocuente que inundaba prensa y radio, por muchos lados se debió quedar pegado. Era un viscoso fluido que, avanzando lentamente, como un mar de lava, lo cubría todo.

Ese tipo de reflexiones me hice cuando, fallecida mi madre, revisando sus papeles, encontré, bastante escondido, un sobre que tenía rotulado a lápiz inocentemente un doble “Particular mío / Recuerdos muy particulares”, como pidiendo no ser profanado su contenido por otros ojos, si no es cometiendo una indignidad. He ido a buscarlo entre los papeles estilo cartas antiguas y demás recuerdos que conservo. No hay que decir que ha sido un trabajo arduo, porque te van apareciendo cosas y cosas que habías olvidado y que en algún momento de tu vida significaron mucho para ti o para alguien que te rodeaba. Cuesta entonces seguir avanzando en la búsqueda. También, siendo ya prosaicos, porque menudo el lío que hay en el minúsculo altillo donde tengo confinado, a punto de reventar, en equilibrio inestable, en espera de ser ordenado como debe, todo ese tipo de material.

Por fin, un intento de relación de contenidos que dejé a mitad en uno de los momentos en los que inicié la pendiente ordenación, me ha delatado que lo que buscaba estaba en la “maleta de la abuela”. Por tal denomino un pequeño maletín de piel, hecho unos zorros, del que ya han sido arrancadas todas esas etiquetas de hoteles con las que, estancia tras estancia, se iban decorando. Solo queda una, medio rota del intento —supongo— de arrancarla, de un hotel de Lourdes.

Lo encuentro entonces y abro, al fin, el sobre y, efectivamente, contiene una obra pseudoteatral que su autor definió como fantasía musical y una carta de acompañamiento dirigida a mi madre. No cabe duda de que el autor de la obrita y carta fue uno de esos pretendientes (esa palabra que tanto nos hacía reír a sus hijos), que había revoloteado cual moscón a su alrededor, alrededor de la chica tan guapa que ella había sido.

El texto está repleto de frases, giros y calificativos de lo más floridos, con  tendencia a la sensibilidad artística. Cosas como “Creo que llenaría interminables páginas hablando de ti, porque inspiras la sinceridad de sentimientos de un espíritu sano, exento de ironías y dobleces y es indudable que la vida al lado tuyo inspira…”. O este “Si algún día pienso escribir algún tema sobre la belleza del alma ten la seguridad que no podré menos que pensar en ti.”

Pese a su despedida manuscrita —“Hasta el placer de volverte nuevamente a ver”— me parece que lo de ese pretendiente no prosperó, y esta misiva no era sino un nuevo intento desesperado, lamentando un evidente rechazo de ella, por él citado —esa frase explicando lo que ella le dijo en un cine: “no, no, a ti no te conozco aún bien…” y luego rememorando el “tu ets dolent, sí ets dolent…” (‘tú eres malo, sí eres malo…’) de otro día posterior—, para probar por última vez si aún tenía algo que rascar o debía abandonar definitivamente su ambición. No obstante, la —malísima— poesía de la carta, el tono literario de todo el envío, debieron causar su impresión y abrir ligeramente las defensas de la que unos seis años después sería mi madre. Si no, no se entendería que hubiera conservado la carta pese a la petición de su remitente de que la destruyera una vez leída, y mucho menos que ella también anotara a lápiz, junto al nombre del poetastro, una dirección y teléfono, lo cual me provoca tantas ganas de emprender una seria investigación policiaca para saber algo más del fallido literato.

Obsequiémonos con todo tipo de amores, los más que podamos, y si es con posibilidad de roce, mejor, pero mantengámonos alejados de toda esta parafernalia fílmica y lingüística, ahora derivada hacia tonterías estilo “Día de los enamorados” y demás.

Me imagino ahora a mi madre, enterada del desaguisado que he cometido con sus cosas y, por tanto, con ella. La veo hecha una furia, con un gesto que, en estos casos, era muy suyo: se callaba, levantaba la barbilla, giraba un poco la cabeza buscando una ventana o un espacio abierto. Exteriorizaba así su enfado, haciendo como si mirase afuera, mientras la maquinilla le iba funcionando, echando humo por dentro.

Yo la sigo queriendo un montón.