El amor de un padre

Azufre para las llagas



No soy padre. Esa fase de la vida, como la del amor, me fue vetada hace mucho tiempo. Es parte de la penitencia por ser quien soy. Nadie quiere enamorarse de un sicario y mucho menos ser el hijo de uno. Así que, no conozco la hiel que dicen te quema las entrañas cuando le hacen daño a lo que más quieres en este mundo. No soy padre, pero sí soy hijo, y si alguien hubiera osado rozar el aire que mis padres respiraban, le hubiera cortado las piernas y se las hubiera hecho tragar hasta reventarlos. Si el amor por un hijo supera al del hijo por el padre, podréis entender, como yo, el final que tuvo don Juan.

El tal don Juan era un ligón de tres al cuarto, de esos que repiten estrategia con todas las mujeres porque alguna vez le dio resultado. Tenía tantas caretas que casi había olvidado quién era en realidad. Le llamaban el don Juan despiadado.

Cazaba a sus víctimas siempre de la misma forma: objetivo indefenso, mujer casada aburrida, la que acudía triste y sola a un bar o la menos agraciada del grupo de amigas. Las embaucaba con frases sacadas de antiguas canciones de amor, de personajes denostados de otra época y de folletines rosas baratos. Les hacía creer que ellas eran el centro de su universo y, lo más importante, les aseguraba que era él quien las necesitaba a ellas. Después las llevaba a su piso para pasar una noche de sexo sudoroso y, mientras ellas, aún desnudas en su cama, se preguntaban cómo habían sido tan afortunadas de conocer a ese hombre, él las apuñalaba, las descuartizaba y arrojaba su cuerpo a los contenedores en bolsas de basura.

Sabía esquivar a la policía muy bien. Nunca trabajaba en la misma ciudad y quemaba todo cuanto hubiera estado en contacto con sus fluidos. Como a muchos otros asesinos, la organización lo tenía localizado, aunque nosotros no actuamos a no ser que recibamos un encargo preciso. Y el día llegó cuando eligió a la víctima equivocada, la hija de un gran magnate bancario que facilitaba muchas de las operaciones que mis jefes realizaban.

Se pusieron en contacto conmigo una madrugada de marzo. Las directrices estaban claras: hacer que sus últimas horas de vida fueran tan amargas que hubiese preferido no nacer. Reconozco que sentí un placer especial con este encargo. Siempre me había parecido un tipo despreciable.

Aunque para la policía era un fantasma, con la tecnología y los contactos de los que goza la organización, para mí fue bastante sencillo dar con la ciudad y el local donde pretendía dar caza a la siguiente inocente. Pedí en la barra un dry Martini y simplemente esperé a que hiciera su aparición estelar. Una hora después, allí estaba. Camisa negra recién planchada, pantalones de pinzas beige y zapatos oscuros. Mirada felina y cigarrillo en la boca. Se acercó a mi posición y pidió una cerveza. Luego, acodado en la barra repasó la sala en busca de su objetivo. Yo ya sabía a quién se iba a dirigir. Desde hacia una media hora, una chica, cabizbaja y enfrascada en sus propios pensamientos, bebía en una esquina mientras sus dos amigas bailaban a su lado dándolo todo.

En cuanto don Juan la vio, sonrió. Objetivo fijado. Movió el cuello a un lado y otro y se acercó a ella con paso firme. Yo le seguí dos pasos detrás. Cuando estaba a punto de abordarla, me adelanté, y le mostré mi revolver.

—Tú te vienes conmigo, guapetón. —Le guiñé un ojo y le hice un gesto con los dedos para que no hablase, si no quería que la bala le hiciera un agujero en sus pantalones.

Salimos del local y le obligué a conducir hasta un bosque cercano donde acudían las parejas a jurarse amor por una noche. Le dije que se desnudara, lo unté con miel de arriba abajo y lo até al tronco de un árbol.

—¿Por qué me haces esto? ¿Quién eres?

—El único rostro amable que verás antes de morir —le respondí.

Escuché a los otros inquilinos del bosque. Los rastros dejados por mí, antes de entrar en el local, les habían acercado hasta nosotros.

—¿Qué quieres? ¿Dinero? Tengo dinero. Coge lo que quieras, tío, pero desátame.

Un todoterreno aparcó detrás de nosotros. Don Juan se giró al ver los focos. Del vehículo salió el padre de Melania, la última víctima del asesino, y dos guardaespaldas. Me hicieron un gesto y me marché. Oí dos disparos, un alarido de dolor y varios gruñidos.

Al día siguiente leí en el periódico que había habido un incendio en el bosque y que se había rescatado el cadáver de un hombre sin testículos y descuartizado por los osos de la zona. Aún no habían podido identificarle.

Consejo número 11:  El amor de un padre hacia sus hijos es enorme, su ansia de venganza si les haces daño, incalculable.