Trabajo en la zona más apartada del aeropuerto, lejos de los mostradores de información, de las puertas de embarque o llegada. Aquí no hay colas de gente, ni compañías de vuelo, ni se alquilan vehículos. Estamos solos, yo y dos filas de asientos encarados, las puertas de los servicios y una papelera, habitualmente vacía. También hay una de esas máquinas estúpidas que limpian los zapatos y que nadie usa. En el ala oeste del aeropuerto solo recalan viajeros solitarios, individuos huraños y parejas que matan el tiempo entre arrumacos, lejos del mundanal ruido. Yo suelo sentarme cerca de los lavabos, en actitud indolente y con la chaqueta del chándal abierta, ofreciendo la atractiva imagen de un madurito atlético, que es lo que soy, a pesar de la incipiente calvicie y las canas del bigote.
Mis presas suelen ser matrimonios maduros —él, prostático; ella, ajamonada— que llegan, sudorosos, arrastrando sus maletas. Él, con traje marrón tabaco y unos zapatos de cuero que le aprietan. Ella, con blusa de color lila ceñida a un cuerpo bien nutrido. La chaqueta sobre los hombros, la botonadura de la blusa a punto de estallar. En las piernas, falda ajustada, medias y zapatos de tacón, discretos, pero cargados de furia. Mujeres que suelen ser más desenvueltas que sus maridos, maquilladas, repeinadas, con las uñas rojas y un foulard perfumado al cuello. Cuando toman asiento, el marido se arremanga la pernera y muestra unas piernecillas huesudas y sin vello. Ella se aprieta sobre sí misma, hunde la tripa y eleva los pechos, cruza las piernas y examina el ambiente con curiosidad. Intercambiamos miradas y ella finge que no me ve, consulta su reloj de pulsera y se repasa el pelo.
Al poco rato, el marido tiene que migrar al lavabo. Entonces aprovecho esos diez minutos que necesita todo prostático para aliviarse y me doy a conocer a la señora. Primero suspiro ostensiblemente y muevo la cabeza asintiendo mientras el marido se aleja hacia el lavabo. Me encojo de hombros y ella esboza una sonrisa. Con la mirada le expreso mi complicidad: es lo que hay, señora. Entonces le hablo. Si es necesario me mudo de asiento para comentarle, en voz baja, los sinsabores de la vida, mi triste condición de viudo, el ansia que experimento desde hace meses en la entrepierna. Si veo que sonríe, contiúo: es lamentable —le digo— que una señora como usted se vea en la tesitura de soportar las carencias de su esposo. Subrayo la palabra «tesitura» y, también, «carencias» con una sonrisa. Ambos sabemos de lo que hablo. Le aseguro que en mi caso no presento carencia alguna. Y luego, como no tenemos todo el tiempo del mundo, le propongo darnos un respiro en el lavabo de minusválidos, que suele estar libre, es más amplio que el resto y tiene una encimera donde dejar el bolso y la ropa. Le sugiero que envíe a su marido a comprar unas revistas, mientras nos damos mutua satisfacción. Le prometo rapidez y eficacia; vuelvo a mi asiento y me abro de piernas.
La iniciativa suele salir bien. El marido regresa con los pantalones meados y ella le pide que se los cambie en el lavabo de caballeros. Me brindo a acompañarles con las maletas. Él entra a lo suyo y nosotros nos deslizamos en el lavabo de minusválidos. Pongo el cronómetro mental en marcha. A veces no es necesario ni que nos desvistamos. El pantalón de chándal es una ventaja, y las ganas de ella también ayudan. Las más hábiles saben cómo darse gusto a toda velocidad, lo cual no es un problema para mí, que también soy muy rápido. Los orgasmos no se hacen esperar y eso está bien. De los diez minutos que nos concedemos, cinco se necesitan para rehacer el disfraz: subirse las bragas, ceñirse los aros del sujetador, abrocharse la blusa y repintarse los labios. Hay que salir del lavabo como si nada.
Yo suelo escabullirme con rapidez, ya que soy partidario de la no violencia. En una ocasión, el prostático fue más deprisa que nosotros y llegó con las revistas antes de tiempo. Nos descubrió saliendo juntos del lavabo y estuvimos a punto de tener un percance. Suerte que fui campeón de atletismo en mi juventud. Estar en buena forma resulta imprescindible para practicar sexo en el ala oeste del aeropuerto.