Efecto mariposa

Postales desde Andrómeda


Nací a las doce de la noche del diecinueve de febrero de mil novecientos sesenta. Ese mismo día, y a la misma hora, también vino al mundo Andrés Alberto Cristian Eduardo, más conocido como el príncipe Andrés de Inglaterra (segundo hijo varón de la reina Isabel II y segundo en la línea sucesoria al trono británico). Cuando la enfermera entró en la habitación para depositarme por primera vez en el cálido hueco de los brazos de mi madre, le comunicó la noticia y remarcó la feliz coincidencia.

Seguramente durante meses, aquel príncipe inglés y yo hicimos y sentimos exactamente lo mismo. Si yo berreaba en mi cuna, a más de mil kilómetros y pasado el Canal de La Mancha, un bebé real también lloraba en sus aposentos del palacio de Buckingham y probablemente por los mismos motivos. Al estar casi en la misma franja horaria, y salvando costumbres y protocolos, coincidiríamos en la toma nocturna, y teniendo ambos procesos digestivos idénticos, sentiríamos a la vez el placer del estómago lleno mientras el sobrante de la última succión rebosaría por la comisura de nuestras bocas. Cuando nos quedábamos dormidos ambos teníamos el mismo sueño. De eso estoy seguro porque una vez pregunté a mamá: ¿con qué sueñan los bebés? y ella me respondió: sueñan con ríos de leche tibia.

A pesar de que mis diferencias existenciales con su alteza se irían haciendo cada vez más evidentes hasta llegar a ser infinitas, nunca envidié su supuesta cuna dorada, ni me sentí más pequeño al imaginar al regordete heredero pataleando en su colchón, mirando fijo y curioso los altos techos palaciegos y las lámparas cuajadas de cristales. Tal vez asustado al descubrir los enormes ventanales lluviosos, o asombrado ante los extensos jardines cuyos árboles, dispuestos en hilera y recortados en sus copas formando caprichosas figuras, flanqueaban nebulosos caminos como hacia un ensueño.

Yo sabía que cada noche una reina se acercaba a nuestras cunas, y al duque de York y a mí nos apretaban los mofletes y nos besaban amorosamente en la frente. Sí señor, ambos fuimos por unos meses idénticamente queridos y afortunados. Casualidades de la vida.


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