Edward Everett Horton, sofisticado, jocoso y chispeante actor de reparto.
Todo tiene su lado ridículo. Búscalo y lo encontrarás.
Jules Renard
Un buen guiso no sería lo mismo sin todos los ingredientes que lo componen y le dan cuerpo y sabor. Sirva esta verdad de Perogrullo para hablar de la figura del secundario en el cine y, más en concreto, del actor norteamericano Edward Everett Horton, el perejil de todas las salsas que se cocinaban en aquellas desmadradas screwball comedies de los años 30 y 40.
Nacido en Brooklyn en 1896, hijo de un cajista del New York Times y de una cubana con ascendencia escocesa, Everett Horton empezó en el artisteo como cantante y bailarín de vodeviles de Broadway. Más tarde, ya en los años 20, participó en algunos cortos mudos de la Educational Pictures, que distribuía los dibujos animados de El gato Félix. Pero donde triunfó como eterno secundario fue en los largometrajes de corte ligero en los que su presencia, casi siempre en papeles bufos, se hizo imprescindible.
Su rostro anguloso, como labrado con cincel, de enorme nariz, grandes orejas y mirada chispeante que dejaba entrever su asombro ante el mundo, pronto sería habitual en el panorama hollywoodiense. Mucha gente reconocía aquel semblante socarrón y naíf, pero era incapaz de recordar el nombre que había detrás de él. Es lo que ocurre con muchos secundarios, presencias volátiles a las que el público identifica vagamente, pero es incapaz de ubicar. Everett Horton siempre reforzó, por contraste, el brillo de las estrellas de la época. Como tantos otros cómicos en su misma línea, a los que el tiempo ha ido haciendo justicia en mayor o menor grado, él no estaba destinado a ser protagonista. Incluso poco después de su muerte en 1970, la ciudad de Los Angeles subrayó esa condición de segundón al ponerle el nombre de Edward Everett Horton Lane a un callejón cercano al rancho donde había vivido. Un callejón… ¿cabe una metáfora más poética?
Everett Horton, con su semblante adusto y sus maneras sofisticadas, transmitía un tipo de jocosidad disparatada que lo hermanaba con comediantes de su misma estirpe como Erik Rhodes y Eric Blore, cómicos con los que compartió cartel en Sombrero de copa y La alegre divorciada, musicales amables y de ambiente lujoso, cargados de ironía, dobles sentidos y diálogos frenéticos que bordeaban el absurdo cuando no entraban de lleno en él. Estos actores —característicos, se les llamaba— eran el contrapunto humorístico a los ingenuos amoríos entre los bailarines Fred Astaire y Ginger Rogers. En La alegre divorciada, Horton daba vida a un abogado capaz de entretenerse jugando a los títeres con sus propias manos en la intimidad de su despacho. Una escena antológica, aunque quizá, lo más hilarante de esta película sean los ridículos pasos de baile, minuciosamente estudiados para provocar la carcajada, que se marca junto a una pizpireta Betty Grable en el número Let’s Knock Knees en el que, ataviado con camiseta imperio, pantalón corto, calcetines y sandalias, Everett Horton juega a chocar sus rodillas con las de la chica.
Su aspecto de venerable patricio era ideal para los papeles de tipo rancio y conservador, por lo que hizo también de abogado en Esposas solitarias (Russell Mack, 1931), otra comedia de enredos con guerra de sexos incluida, en la que representaba un doble papel: el de Richard Smith, leguleyo de día y donjuán de noche, y el de The Great Zero, el mago transformista que suplantaba al primero. Una perfecta combinación de lo que representaba la esencia del Everett Horton cinematográfico: la mofa del biempensante hipócrita y el desatino del espíritu libre.
Su vis cómica y su gestualidad de histrión, siempre con la dosis justa de contención, quedó impresa en sus interpretaciones, más allá de la profesión y de la posición social de sus personajes. Daba igual si se trataba del bohemio y jovial profesor Nick Potter de Vivir para gozar, una comedia de George Cukor cuyas estrellas eran Cary Grant y Katharine Hepburn, que del ingenuo productor de espectáculos Horace Hardwick de Sombrero de copa (el que decía: ¿No es maravilloso tener cerebro?… A veces estoy tan indefenso…). Su carisma se basaba en el equilibrio entre lo exquisito y lo risible, sin necesidad de aspavientos innecesarios ni de un exceso de muecas. La expresión pasmada de Everett Horton, con sus ojos abiertos en un gesto de sorpresa perpetua y sus negrísimas cejas enarcadas, tenía algo de máscara teatral bufonesca, lo cual conectaba enseguida con el público, aunque su personaje resultara tan antipático como el publicista reaccionario de esa apología del ménage à trois que Ernst Lubitsch ofreció en Una mujer para dos (Design for Living). La humanidad y el ingenio del actor impregnaban todas sus creaciones, por más anodino y ridículo que fuera el personaje. Un buen ejemplo de ello —y seguimos con Lubitsch— es el atolondrado pagafantas de Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise), enamorado de una millonaria Kay Francis, quien, a su vez, se había encaprichado del timador Monescu, al que daba vida el siempre elegante Herbert Marshall.
La idiosincrasia de Everett Horton siempre salía a relucir, independientemente de si el papel que tenía entre manos era el del embajador de Marshovia en La viuda alegre, el del Sombrerero Loco de la versión de Alicia en el país de las maravillas de 1933 o el del curandero Roaring Chicken, que interpretó para la serie televisiva F Troop; un personaje al que, por cierto, homenajeó en otra serie de las que hicieron época: Batman, en donde nuestro secundario era Chief Screaming Chicken, el peón del villano Egghead, encarnado por otro ilustre secundario: Vincent Price.
Everett Horton tenía la facilidad de transitar de Marshovia a Gotham City, de Shangri-La a Nueva York y de una Venecia ficticia a un Brasil igualmente edulcorado sin que se le moviera un solo pelo de su engominada cabeza. En él siempre primó el espíritu del cómico itinerante con cierta dosis de chaladura. No es casualidad, por tanto, que lo eligieran para el papel del Sombrerero Loco, pues la frase inglesa mad as a hatter (loco como un sombrerero) se deriva del hecho de que estos artesanos solían acabar perturbados a causa del mercurio que empleaban para tratar la felpa de los sombreros. El sombrero es la prenda que más cerca está de la cabeza, así que, por analogía, la locura se desplaza hacia el objeto, y no hay más que recordar la conexión quijotesca entre la enajenación del personaje y la bacía de barbero que hace las veces de casco/yelmo de Mambrino.
Puede que sea algo casual, pero lo cierto es que sombreros y locura tuvieron cierta relevancia en la carrera cinematográfica de Edward Everett Horton. Además de su participación en un título tan explícito como Sombrero de copa, intervino también en Arsénico por compasión, la comedia negra de Frank Capra llena de elementos tétricos, cómicos y disparatados, en la que él interpretaba nada menos que al director del manicomio El valle feliz. Pero no acaba aquí la cosa. En Una mujer para dos, a su personaje, el pusilánime Max Plunkett, le pintan un retrato (en su opinión, una obra maestra expuesta en un museo) cuyo título es toda una declaración de intenciones: Hombre con sombrero hongo. Asimismo, en Beggar on Horseback, de 1925, una de sus películas de la etapa silente, interpreta a un compositor pobre que se queda dormido en el sillón y sueña su boda con una rica heredera. El sueño, con rasgos expresionistas y tintes surrealistas, muestra a un Everett Horton con el rostro maquillado de blanco, en bata y con sombrero de copa. Junto a las imágenes recurrentes del símbolo del dólar, algo que evidenciaba la necesidad económica de una sociedad a punto de sufrir el crack del 29 (y que veremos reflejado en películas posteriores como el musical Gold Digers of 1933, en especial en el número We’re in the money), la iconografía del sombrero está presente como símbolo de excentricidad. No solo lo lleva él, también los invitados masculinos a la onírica boda lucen un velo de tul colgando de sus respectivas chisteras. En esta película, donde abundan el absurdo, el equívoco sexual y el jugueteo infantil, hay una escena en la que el joven compositor se dedica a empujar unas sillas flexibles hacia adelante y hacia atrás en un juego coreografiado que entronca, por su alocada candidez, con el baile de las rodillas de La alegre divorciada.
Edward Everett Horton, el caballero americano de la triste figura, representó en el cine al tipo atribulado y un tanto pueril al que sobrepasan las circunstancias, al capitalista más conservador, al marido sumiso y despegado (tal vez un homosexual encubierto). Pero por encima de todo, fue un chiflado delicioso, un eterno perdedor rodeado siempre de escenarios lujosos, de esposas solitarias y de alegres viudas y divorciadas.