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Hay que haber estado enamorado (de verdad) y haber sentido que el amor se troncha (y no por nuestra culpa, sino por las circunstancias) para enfrentarse con mirada lúcida a una película como El puente de Waterloo, en cualquiera de sus versiones, y llorar por dentro y por fuera, sintiendo, como escribió Marañón, que amar y sufrir es, a la larga, la única forma de vivir con plenitud y dignidad. Los que hemos pasado por ahí, o los que simplemente lo hemos imaginado —cosa que también sirve—, sabremos apreciar el descalabro amoroso de quienes protagonizan el filme y, a continuación, fabular cómo podrían haber ido las cosas si las cosas hubiesen sido de otro modo. En El puente de Waterloo el amor de dos jóvenes se trunca a causa de la guerra y de algunas decisiones equivocadas. Algo parecido a lo que nos sucedió a nosotros cuando nos enamoramos y luego perdimos el amor, aunque sin guerra.
La primera versión cinematográfica de El puente de Waterloo —una obra teatral de Robert E. Sherwood— fue dirigida por James Whale, que también provenía del teatro, en los primeros tiempos del sonoro. Corría el año 1931 (la obra de Sherwood se había escrito y representado un año antes) y James Whale todavía no había logrado la notoriedad que le otorgarían películas como El doctor Frankenstein (1931) y El hombre invisible (1933). Antes, pues, de dedicarse al cine de terror, Whale filmó este melodrama romántico —y fatídico— protagonizado por Mae Clarke y Kent Douglass, ambientado en Londres durante la Primera Guerra Mundial. Mae Clarke es una chica de la calle; Kent Douglass, un apuesto soldado, impulsivo e idealista, casi un adolescente, que se enamora de ella sin saber que es prostituta. Durante un bombardeo, el joven soldado coincide con la chica en un refugio bajo el puente de Waterloo y se ofrece a redimirla: ella vive prácticamente en la miseria y él pertenece a una familia acomodada que la acoge con cariño cuando el chico se la presenta.
El planteamiento de la película resulta bastante atrevido para la época. Todavía no se había aprobado el Código Hayes y quizá por eso El puente de Waterloo puede hacer bandera de la tolerancia, el amor y la sinceridad entre un joven adinerado y una chica de la calle. Mae Clark está excepcional en su papel de joven ilusionada y también como mujer vencida por las circunstancias. Incluso hay una escena en la que se enfrenta a sus propias contradicciones (el amor que siente por el ingenuo Kent Douglass y la vergüenza de tener que confesar su condición de ramera) que eriza la piel del espectador y le impide reprimir un sollozo. Hay que haber experimentado un romance imposible de estas características para no acusar de sensiblera a una película como El puente de Waterloo, que lo es, pero aun así lo vale.
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Hay una versión posterior, dirigida por Mervyn Le Roy en 1940, con Vivien Leigh y Robert Taylor, en un blanco y negro impoluto, con magníficos actores secundarios, un guion bien elaborado y mucha, mucha emoción. La película no es sino un larguísimo flash-back en que un maduro Robert Taylor evoca, en el puente de Waterloo, su pasado juvenil, cuando se enamoró perdidamente de la bellísima Vivien Leigh, miembro de un cuerpo de ballet en el Londres de la Primera Guerra Mundial. Tras la escena inicial del refugio, ambos se deslumbran mutuamente y se enamoran. Vivien Leigh se gana también el corazón del espectador por su belleza, inocencia y espontaneidad. Y el capitán, a su vez, consigue que nos rindamos ante el entusiasmo que exhibe mientras va perdiendo la racionalidad. Porque el amor (verdadero) nos despoja de razones, nos deja a la intemperie y nos erosiona. De repente, los enamorados deciden casarse; de repente, la guerra se lo impide.
En El puente de Waterloo de Mervin LeRoy los acontecimientos se precipitan cuando Vivien Leigh cree haber perdido a su amor tras leer la noticia de su muerte en un periódico. A la chica se le nubla la vista y desfallece en la pantalla, a la vista de todos. Fracasa su amor y fracasa nuestro deseo de que su amor no fracase. Se nos encoje el ánimo. Y la vemos deambular por tabernas y cafeterías buscando a un hombre que la invite a cenar a cambio de unos besos. Nos entristece que la bella acabe así. Pero Robert Taylor no ha muerto, ¡albricias!, y un día regresa, encuentra a Vivien Leigh vestida de buscona y, aun así, pretende recomponer la relación, pero ella no puede superar la vergüenza de haberse prostituido en su ausencia.
Esos son algunos despropósitos a los que nos puede conducir el amor auténtico. El amor nos hace crecer y luego nos empequeñece, nos convierte en príncipes y después en mendigos, nos lo da todo y nos lo arrebata en un plis-plas. ¡Hay que ser masoquista para enamorarse de esa manera! La única diferencia entre la realidad y la ficción cinematográfica es que en la realidad no somos tan guapos ni arrebatadores como Vivien Leigh y Robert Taylor. Sin embargo, eso no nos impide amar de verdad y sufrir los descalabros amorosos con tanta intensidad como los actores en el cine. ¿Quién no ha tenido que aprender a lamerse las heridas por un amor que fracasó o que, por las circunstancias, nunca llegó a fructificar? ¿Quién no ha regresado alguna vez —aunque sea con la imaginación— a ese puente de Waterloo que pervive en el recuerdo, y ha acariciado con dedos temblorosos aquel amuleto que nuestro amor nos entregó, veinte años atrás, y conservamos en el bolsillo interior del abrigo? Volvamos a Marañón: quien haya amado (verdaderamente) y haya perdido el objeto de su amor (para siempre) sabe que ha vivido y sufrido con plenitud y dignidad. ¡Enhorabuena! Otra cosa es soportar el vacío indigno que esa pérdida ha provocado en nosotros.
Adenda
Hay una tercera versión cinematográfica de El puente de Waterloo, esta vez en colores y cinemascope, ambientada en la Segunda Guerra Mundial y dirigida por Curtis Bernhardt en 1956. Su título fue Gaby, que es el apelativo del personaje central, encarnado por la guapita Leslie Caron. John Kerr, por su parte, interpreta al soldado enamorado que debe partir a la guerra. Cuando Gaby recibe la noticia de la presunta muerte de su amor, se entrega a todos los hombres que la desean. Pero en esta ocasión, la cosa acaba bien. La película, pues, no daña al espectador y resulta olvidable.