La Pruden
La Pruden era la pipera del barrio. Siempre metida en su cajoncito verde de madera de un metro por un metro. Era una especie de caracol.
El habitáculo contaba con una ventana donde se exhibían, como ramos de primavera, cucuruchos de pipas, manojos de palulú, chicles, cigarrillos sueltos y un misterioso frasco de plástico con pitorro de metal y olor a gasolina.
De entre toda aquella flora autóctona asomaba la cabeza de la Pruden, cual muñeco de guiñol. Era muy vieja. Tenía en su cara las arrugas de toda la humanidad y un ojo nublado en gris metalizado, como el cielo antes de una tormenta. El resto de su cuerpo nunca lo vimos.
El cajón verde —con la Pruden dentro— aparecía todos los domingos en la misma esquina, y al hacerse de noche desaparecía como por arte de magia. No volvíamos a verlo hasta el domingo siguiente y contábamos los días para bajar otra vez con nuestras cinco pesetas en el bolsillo, contentos y dispuestos a dilapidar nuestra minúscula fortuna.
El vocabulario de la Pruden era bastante escueto. Tres frases:
–¿Qué quieres?
– De eso no tengo.
– Cinco pesetas
No necesitaba decir más para mantener su próspero y concurrido negocio. Tú pedías y ella extendía sus sarmientos secos para darte la mercancía y recoger su ganancia.
Ella daba sentido a nuestros días festivos, hasta que un domingo, para nuestro asombro y posterior disgusto, la esquina apareció vacía. No volvimos a ver más a la Pruden. Probablemente murió, o tal vez, su cajoncito verde se elevó por los aires para conocer todas las esquinas del mundo, o se inmoló con su pequeña bomba casera de gasolina con pitorro metálico y ardió jubilosa entre estallidos de caramelos de colores. No sé. Cuando tienes ocho años pueden pasar muchas cosas.
La Fermina
La Fermina era vieja, pero no tanto como la Pruden. Esta sí tenía cuerpo. Era flaca y llevaba una coleta amarilla muy tiesa en lo alto de su pequeña cabeza. Cuando caminaba rápido, aquel puñado de paja se balanceaba de izquierda a derecha como el péndulo de un reloj. Siempre llevaba delantal y medias negras por la rodilla.
Vivía en un bajo y vendía fruta. Su estrategia de venta, consistía en colocar cajones con pimientos, tomates o cebolletas en la ventana. El reclamo era efectivo. Las vecinas se acercaban cada día; alegres y decididas toqueteaban el género, comentaban y entraban al portal. Al cabo de un rato salían satisfechas con sus bolsas de nylon hasta los topes.
Al caer la tarde, la Fermina daba por terminada su jornada laboral. Retiraba las hortalizas y se quedaba apoyada en la ventana, pensativa y ausente. Si pasabas lo suficientemente cerca y te topabas con sus ojos de color azul intenso, su mirada se volvía retadora.
Nosotros, para divertirnos, entrábamos muy sigilosos al portal y tocábamos con mucha insistencia el timbre de su puerta aguantándonos la risa. Cuando escuchábamos el arrastrar de sus zapatillas salíamos corriendo y no parábamos hasta la esquina de la mercería. Allí, acalorados y sin aliento, esperábamos el resultado de nuestra provocación. No tardábamos mucho en ver a la Fermina plantada en mitad de la calle con su delantal, su coleta amarilla y los brazos en jarras profiriendo todo tipo de insultos hacia nosotros y nuestros progenitores. Su maldición siempre era la misma: ¡una guerra os daba yo a vosotros!
Pensándolo ahora, aquella mujer bien pudo ser una libertaria, una brava miliciana. La veo subida en un camión, puño en alto pidiendo república y libertad, pero esa historia no me la sé.
La Festus
La abuela de mi amiga Esther se llamaba Festus. Bueno, en realidad ese no era su nombre, la bautizamos así por su parecido con un personaje de la serie “La ley del revólver”, el viejo Festus, un granjero desdentado de aspecto descuidado y risa contagiosa.
Nuestra Festus se pasaba las mañanas sacudiendo trapos, alfombras y zapatillas por la ventana. Todo era sacudible. Agitaba con ímpetu cada pieza levantando pequeñas nubes de polvo. Parecía un indio haciendo señales de humo, enviando mensajes cifrados, pidiendo refuerzos, o alertando de un ataque enemigo. A pesar de sus diarias misivas, nunca vimos llegar a la caballería, ni a los apaches ni a los sioux. Cuando ya no le quedaba más por sacudir, salía a la calle con un cubo de agua sucia y espumosa y lo derramaba por la acera, cerciorándose de que ninguna baldosa quedase sin mojar. Tal vez borraba huellas para no alertar al enemigo de su presencia o simplemente le gustaba el olor del suelo mojado.
Un día la Festus subió a despedirse, se marchaba a vivir a Mallorca con otro de sus hijos. Ya solo la veríamos por la tele.
Nunca sabemos en el recuerdo de quién podemos estar.