Dos mujeres derrotadas. Dos encuadres que las muestran perdidas, ensimismadas en su particular universo. De perfil y arrodillada en actitud orante una de ellas; sentada, de espaldas y con la cabeza ligeramente inclinada la otra. A ninguna se le ve el rostro. Ambas son madres, han sido prostitutas y exorcizan sus males cantando. Se llaman Tamaki y Yumeko. Son personajes de Kenji Mizoguchi, cineasta considerado, como Cukor y Almodóvar, un director de mujeres. Hablamos de El intendente Sansho (1954) y de La calle de la vergüenza (1956).
Ocho siglos separan las historias de estas dos féminas, aunque sus tristes existencias forman parte de la misma sociedad japonesa, tan cargada de misoginia. Tamaki, la madre de El intendente Sansho, vive en el siglo XII. Cuando los samuráis obligan a su marido a abandonar el cargo de emperador y lo destierran, Tamaki huye junto a sus hijos, Zushiô y Anju, que son secuestrados y separados de ella. Obligada a ejercer la prostitución en la isla de Sado, cuenta durante años su triste historia a través de una canción en la que evoca el pasado y en la que los nombres de sus hijos se repiten como un mantra. La canción, además de revelarse como un elemento de la tradición oral, se erige en potente recurso narrativo a la hora del reencuentro de los personajes (lo que en retórica se conoce como anagnórisis). Cuando el hijo de Tamaki oye esa canción de boca de una joven prostituta proveniente de la isla de Sado, sabe que su madre vive y corre en su busca. La estampa de una Tamaki envejecida, inválida y ciega enlaza con la visión final que el espectador tiene del otro personaje de Mizoguchi que nos ocupa: Yumeko, una de las meretrices que pueblan el prostíbulo cínicamente llamado El país de los sueños en la película La calle de la vergüenza. Yumeko, viuda y con un hijo criado por sus abuelos, es una más de las pupilas que malviven en el lupanar. Una mujer pobre de mediados del siglo XX que, aun lejos de las peripecias medievales de Tamaki, sufre igualmente el estigma de la prostitución. La separación forzosa del hijo y, sobre todo, el repudio por parte de este, la llevarán a la demencia. El plano donde Yumeko aparece abstraída, sentada de espaldas al espectador en una silla situada entre el local y la calle es la metáfora de su condición fronteriza y la revelación de su locura, manifestada a través de un canturreo con el que, al igual que Tamaki, se enfrenta a sus demonios.
Enajenación, encierro y canto como medida de evasión los encontramos también en la abuela María Josefa de La casa de Bernarda Alba, una anciana que, además de representar la lucidez que a veces brota del orate, muestra las absurdas ansias de ser madre a una edad avanzada. Y lo hace a través de esas coplillas populares tan del gusto de García Lorca: Ovejita, niño mío, / vámonos a la orilla del mar. /La hormiguita estará en su puerta, / yo te daré la teta y el pan.
La maternidad, ya sea frustrada como en el caso de Yerma (otro personaje surgido del mundo lorquiano) o frustrante, como ocurre con Medea y Fedra, es lo que acucia a las dos mujeres de Mizoguchi hasta conducirlas al declive físico y mental. Tanto la locura de Yumeko como la cegera de Tamaki remiten, de algún modo, a la Fedra de Eurípides -pese a que la ceguera de esta es simbólica- cuando exclama: ¡Desdichada de mí! ¿Qué he hecho? ¿Por dónde de la recta cordura me aparté en mi desvarío? La locura se apoderó de mí, la ceguera enviada por un Dios me derribó.
Por supuesto, la fatalidad trágica de Fedra, enamorada de su hijastro Hipólito, dista bastante de la abnegada postura de las madres de Mizoguchi, mucho más comedida y encuadrada en lo tradicional. En un sentido alegórico, la ceguera de Tamaki encierra una actitud heroica y de resistencia que la emparenta con la de Miguel Strogoff, quien, curiosamente, lo último que percibe justo antes de perder la visión es a su madre cayendo desmayada. Desde un punto de vista filosófico, no obstante, pienso que la invalidez de Tamaki y su dignidad personal tienen que ver con la incapacidad física y la lucha por la supervivencia del soldado de Johnny cogió su fusil (1971), un alegato antibelicista con guion de Dalton Trumbo, autor también de la novela.
En varias de las películas de Mizoguchi, las mujeres ejercen como geishas para procurar el bienestar de sus hijos. El director, cuya hermana fue vendida como prostituta por el padre de ambos, es muy sensible a esta cuestión, y por este motivo siempre la trata con suma delicadeza. En las dos que nos ocupan, la madre es una víctima del destino. A diferencia de otras madres literarias y cinematográficas, las del japonés son fuertes y frágiles a la vez. Si a una mujer poderosa y resuelta como Úrsula Iguarán, la fundadora de la estirpe de Macondo, en ningún momento de su vida se la oyó cantar, para nuestras heroínas japonesas es precisamente la canción el remedio terapéutico que aplaca su aislamiento y su sentimiento de pérdida. Viendo a Yumeko cantar a las puertas del burdel con la razón perdida, es fácil acordarse de su compatriota, la artista Yayoi Kusama, víctima de las instituciones psiquiátricas y de las estrictas convenciones niponas, a las que ella respondió de manera insolente con sus alucinaciones psíquicas hechas arte. Algo que probablemente no hará la pobre Yumeko, madre doliente obsesionada por el rechazo del hijo y por su pasado como prostituta. Una mujer con la autoestima tan dañada que su único consuelo es la cantinela que brota, de forma inconsciente, de sus labios.
Recurriendo a la iconografía religiosa, tan fértil en representaciones de maternidad, imagino la estampa de unas primerizas Tamaki y Yumeko a la manera de madres nutricias del tipo La Virgen de la Leche, de Bartolomé Bermejo, o La Virgen del cojín verde, de Andrea Solario. Este aspecto apacible y solícito, no obstante, va transformándose a medida que la acción de las películas avanza y las dos mujeres se acercan a un concepto de maternidad mucho más desgarrado, como podría ser, por ejemplo, el de la Virgen María en El descendimiento de la Cruz, de Van der Weyden. Sin dejar el ámbito de lo religioso, y dado que ambos personajes han ejercido de meretrices, tampoco sería desdeñable compararlas a ambas con una fascinante y no demasiado conocida María Magdalena atribuida a Artemisia Gentileschi. En el cuadro, la santa aparece muy sensual con una expresión entre el éxtasis y la contrición, abrazándose las rodillas, la cabeza vuelta hacia atrás y totalmente enajenada del mundo. María y Magdalena: dos arquetipos de la madre y la prostituta que, en el fondo, configuran las dos caras de una misma moneda.