Como el ayuntamiento de mi ciudad está gobernado por la izquierda, los políticos miman la contratación de personal humilde de origen inmigrante. Así, con muy poco gasto consiguen darse satisfacción y satisfacer a sus votantes. Quizá por eso los barrenderos de mi ciudad son gente masculina de color, africanos, paquistaníes y puede que algún rumano traspapelado.
Yo conozco bien a Boubakar, el senegalés que se encargaba del mantenimiento de nuestra calle, situada en el extrarradio. Es un buen tipo y trabaja de firme: joven, agraciado, grandote, diligente. Nunca antes habíamos tenido los contenedores tan ordenados y limpios, ni las aceras tan libres de cagadas de perro. Hace un tiempo, las tareas de limpieza las realizaba un joven autóctono, rubito, de rostro amarillento y poco animoso; su dedicación duró poco: prefirió cobrar el paro y completar sus ingresos con trabajitos en negro, repartiendo las compras del supermercado o sirviendo mesas en el chino los sábados por la noche. Está visto que los africanos son los únicos que aguantan limpiando las calles por ochocientos sesenta euros mensuales, ingresos netos. Es lo que se paga por cuarenta horas, me dijo Boubakar. Al negro le prometieron que si aguantaba cinco años más le subirían a novecientos setenta.
—Yo, en Senegal, fisio de futbolistas —me explicó un día—. Yo hago masajes. Masaje bueno y barato, espalda, pierna deportiva… —se me ofreció—. Voy a tu casa y te doy masaje. Yo a ti. Muy bueno, sí. Barato.
Obviamente decliné la oferta: los pobres no estamos para recibir masajes ni para comprar obras de arte. Bastante tengo yo con alargar la pensión hasta final de mes. Si no fuera por las propinas que me saco en la iglesia fingiendo cojera, no me podría permitir ni el más mínimo capricho. Algo tan simple como un paquete de tabaco, una copa de coñac de vez en cuando o un pollo al last los domingos.
El otro día, paseando por el borde del descampado, me encontré con Boubakar en Villa Pepita, trajinando con las macetas. Villa Pepita es una de las pocas casas de veraneo que subsisten en el espacio de nadie que nos separa del cementerio y la autovía. Hace siglos aquello quiso ser una especie de ciudad jardín, proyecto fracasado que languidece entre escombros, unos metros más allá de nuestros bloques. Allí se mantiene en pie Villa Pepita, un chalet cuadrado y sólido, con tejado a cuatro vientos, rodeado de patio y una verja acabada en punta. Pertenece a una maestra soltera y jubilada, muy popular en el barrio, que ha enseñado a leer a cientos de chiquillos que ahora peinan calva. Doña Pepita, la maestra, es hija de otra doña Pepita y de un tal don José, todos maestros, que aguardó hasta los sesenta y cinco para jubilarse, pues prefería seguir trabajando a quedarse en casa cuidando de su madre, impedida, y de una hermana tontona y sin iniciativa.
Poco después de la jubilación, doña Pepita se arremangó los sentimientos y metió a su madre y a su hermana en una institución más o menos benéfica, donde las atenderán hasta que la muerte las separe. ¡Va por mí!, se dijo, y brindó por sí misma. Así que ahora, próxima a cumplir sesenta y siete, doña Pepita está redecorando su vida con hojas de muérdago y acebo, espumillón brillante y bolas de cristal, con la ayuda de Boubakar, que tiene muchas habilidades en este asunto. Todo empezó un día de octubre en que la maestra invitó al senegalés a compartir un café con leche calentito tras la verja, mientras charlaban un rato. De ahí a contratarlo para que barriera el patio, arreglara el balancín, iluminara la colocasia y pintara la caseta de un perro inexistente… fue empezar y no parar. A las puertas de la Navidad, doña Pepita cuida con esmero del abeto y de su galán de noche.
—Yo ya no barrer más la calle —me comentó Boubakar hace unos días en la cola de la pescadería—. Ahora vivo en Villa Pepita. Ella cuida de Boubakar, me hace sopa de arroz, me compra ropa y enseña a escribir el idioma. También me da dinero para gastos. Yo doy masajes a doña Pepita. Ella feliz.
Siempre he dicho que no hay nada como un convenio de ayuda mutua para sellar amistades. Doña Pepita aprovecha los últimos y, quizá, los mejores años de su vida; se la ve pletórica y feliz donde antes solo había tristeza y abnegación. Se ha comprado un bolso nuevo y un bonito abrigo drapeado de colores en una tienda especializada en ropa africana. Boubakar aprende de la pedagoga y le enseña a ella multitud de cosas que doña Pepita ignoraba. Auguro que, si tiene habilidad, Boubakar se casará con la vieja y se hará con Villa Pepita. Entonces montará allí su consultorio de fisioterapia deportiva y olvidará los tiempos en que fue barrendero municipal de un ayuntamiento de izquierdas.
Mientras tanto, en nuestra calle han aparecido un par de autóctonos que se reparten las tareas de limpieza. Allí se les ve, sentados en la acera, junto a los contendores, liando porros, discutiendo y haciendo planes para librarse de la carga que les ha caído encima. Suenan los villancicos. Unos por otros y la calle sin barrer.