Domingo por la tarde en el cine Rex

Alucina, vecina

Hoy, un lunes a las seis de la mañana, lo vi todo claro. Es misterioso el funcionamiento de nuestro cerebro, porque ¿a qué viene que, de pronto, nos revele una verdad que ha estado ahí siempre sin que supiéramos verla? 

Recordé que antes, quiero decir antes de mi vida actual, iba al cine por la tarde. Como quería ser tan moderna como las chicas que salían en la tele, elegía los cines que echaban películas en versión original. El cine Rex era uno de mis preferidos. No voy a ponerme nostálgica por los viejos tiempos, no volvería a ellos, desde luego. 

Aquel domingo por la tarde hacía un frío tremendo, caminaba rápido por la acera y en el vestíbulo del cine, vi a Jaime. No era mi amigo, solo un conocido que por esa época se había convertido en un personaje famoso en la facultad porque, cuando había algún hecho político interesante, le entrevistaban en la tele. Ocupé mi puesto en la cola después de comprar la entrada. A los pocos minutos, Jaime se acercó a mí. Antes nunca nos habíamos cruzado una palabra, salvo los saludos de quien frecuenta el mismo lugar durante meses. Me gustaba, era uno de mis tipos ideales, pero entonces yo era tan vergonzosa que fui incapaz de hablarle. Me pidió que le dejara colarse. Vale, le contesté casi en susurros. En la cola todos éramos jóvenes, quizás por eso nadie protestó al verle delante de mí, tan pichi, justo cuando acababa de sacar la entrada. En el cine ocupé mi butaca numerada y Jaime la suya, al otro lado. Antes de que se apagaran las luces, me saludó con la cabeza y yo le contesté con una sonrisa agradecida. 

Recuerdo que la peli me gustó. 

El tiempo pasó, pocos años más tarde, tropecé en la calle con una antigua compañera de aquella época. En la conversación le pregunté por Jaime, le había visto hablar con él en los pasillos de la facultad. Creía que fueron novios. Me contestó: ¿Quién? No recuerdo a nadie, ni profesor ni alumno, con ese nombre. Por más que insistí no hubo manera de que reconociera que había sido su amiga o su novia. Nos despedimos, durante el resto del día no dejé de darle vueltas a esta discordancia de la memoria. Después, me olvidé.    

La noche pasada, sin saber por qué ni venir a cuento, tuve un sueño con Jaime. Estábamos en una larga cola de gente a la espera de comprar o recibir algo que no identificaba en el sueño. Jaime me propuso huir. ¿Adónde? le pregunté. Contestó: Al no lugar, hermana. Y en ese momento me desperté. Eran las seis de la mañana, hora habitual de empezar el día. Fue un sueño revelador, efectivamente, el Jaime del cine Rex era el producto de la fantasía de una mujer que en su juventud no tuvo suerte con los hombres. La suerte de la fea la guapa la desea, me repetía mi madre para consolarme y, mi gran suerte, ha sido llegar virgen a los setenta años. No todas las monjas de clausura pueden decir lo mismo.