De cómo un Nietzsche punyabí me pasó el bigote por la cara y curó mi xenofobia
—Perdona, ¿la comida de gato, en qué pasillo está?
—… ¿Quééé?
—La comida de gato. Ñam, ñam, miau, miau —digo con asquerosa condescendencia y excelente ejecución.
El señor punyabí de gran bigote me mira tan raro como si estuviera pidiendo bebé rustido sin gluten. A pesar de todo, colabora y respeta mis gustos y pregunta a gritos a su compañero:
—¿Paanni tendarr GATO…?
Desde el fondo le contesta su compañero con otro grito cavernoso.
Me trae un paquete de comida de gato. Me sonríe con paternalismo y un movimiento ascendente de bigote.
En el sobre, la foto de un minino de pelo esponjoso y codiciados ojos azules y al lado una foto de un montón de carne troceada en un plato. Me llama la atención que el gatito y el montón de carne sean del mismo tamaño. Como un antes y un después.
El Nietzsche punyabí vuelve a sonreírme con su paternalismo malicioso, como un estanquero que después de tres meses sin fumar te ve entrar en su reino de alquitrán y perdición.
Todas estas señales se juntaron rápidamente en una sinapsis: ese señor pensaba que lo que yo pedía era comida DE gato y no PARA gato. Y a pesar de todo había aceptado mis costumbres, se había mostrado tolerante, cosmopolita, ciudadano del mundo, respetuoso total con mi cultura de comer mascotas.
Esto me hace pensar mucho en lo furiosa y cavernícola que me puse ayer con mi madre por mandarme su mensaje de buenas noches a las seis de la tarde, «era por adelantar faena, hija».
Me vibra el móvil, es ella, las seis de la tarde, me temo lo peor:
—Buenas tardes, hija. Que descanséis, dulces sueños.
—Igualmente, mamá, que soñéis con los angelitos.
Y es que hay que respetar todas las culturas, empezando por la de tu madre.