Así me lo contaron y así lo transcribo, añadiendo tan sólo alguna coma:
El Día de la Madre, un mes de mayo de hace tiempo, mi padre me invitó a una cerveza. Mientras encargaba una ración de berberechos, me comentó que ya era hora de dejar los estudios y ponerse a trabajar de verdad.
Un año después, el Día Internacional de los Trabajadores, el 1 de mayo, fue mi madre quien me llamó a la cocina y me advirtió que ya estaba bien de mariposear con medias novias y mujeres de la calle. Había que buscar una novia de verdad y dejarse de coqueteos inútiles. Un trabajo de verdad y una novia de verdad.
Sin duda, por culpa de tales advertencias y proyectos, urgencias mal resueltas por mi parte, acabé escribiendo panfletos contra todo el mundo y comencé, también, a plagiar poemas románticos y coplillas eróticas de autores clásicos. Los panfletos, como decía, los arrojaba contra la cara del mundo, pero los poemas y coplillas tenían otro destino, o, mejor dicho, otras destinatarias (la verdad es la verdad, como hubieran dicho mi madre y mi padre): seducir con palabras melodiosas a primas, cuñadas, algunas amigas, dos o tres compañeras de trabajo, en fin, alguna vecina…
Por razones prácticas, una vez que hube experimentado el primer peso agotador de los asuntos del querer, eso que viene denominándose aún como el primer amor (ni primer amor ni nada, sino un verdadero fastidio), un día decidí no perder más el tiempo planeando proyectos y compromisos sentimentales, ni hacer el amor con nadie.
Así fue como empecé a llenar cajones de mesas y armarios con poemas y coplillas insinuantes, tanto en casa como en la oficina. Todo ese trabajo, toda esa estrategia poética estaba destinada a seducir a María, una peluquera viuda que conocí al calor de una verbena de san Juan, cuando aún no tenía ningún amante. El nuestro era un juego amoroso que no comprometía a nada, y que ella aceptaba con cierta alegría y curiosidad. Pronto supe, por ella misma, que en su vida mariposeaba un amante -casado con una holandesa-, que trabajaba en el puerto manejando una grúa.
Pues bien, ese amante portuario, cuando coincidíamos los tres en el bar, junto a la peluquería, me miraba a veces de reojo, con el ceño fruncido como un vaquero del oeste, como si ya supiera que ella pensaba en mí los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Es decir, todos los días excepto los fines de semana, que era cuando el amante del puerto aprovechaba para visitarla y llevarle algunos obsequios. Cada semana, le entregaba una hermosa cajita con bombones rellenos de trufa, de la famosa pastelería La Colmena (los lunes ella me regalaba uno de los bombones cuando nos veíamos en el bar para desayunar). Y cada quince días, además de los bombones, el amante del puerto le entregaba otra cajita, bien envuelta en papel de plata: una colección de 12 unidades de preservativos de color rosa, marca Vigilantes nocturnos de la playa. (Una vez, creo que fue por Carnaval, ella me regaló uno de esos condones rosados, disimulado en una hoja de la revista Lecturas: “Para que los fines de semana no naufragues en río seco”, me advirtió, bromeando).
Sospecho que el amante debía de comprar los “vigilantes nocturnos”, de color rosa, en uno de los muchos bazares del puerto, donde por el precio de una te vendían dos cajetillas de “vigilantes”.