Desolador. Salir a caminar por tu pueblo turolense pasadas las ocho de la tarde es desolador.
Cerrado el optimismo, cerrado el futuro, cerradas las casas, cerrado el único bar, uno entiende (en sus calles) que dentro del vacío existe otro vacío y en su garganta otro y en ese otro más y en esa masa sustanciada otro vacío unánime, enésimo, sin captación ni tasa, a lo peor letal.
Un vacío supremo, hiriente e impertérrito, sombra lactante de una madre desangrada, de una madre sin más.
Aguilar del Alfambra, en días como hoy sin andén ni esperanza, pronuncia ese vacío cruel e incalculable y carga con seis balas el revólver psíquico del invierno.
Devasta.
Ya no hay despoblación, no en Aguilar del Alfambra: hay ecos deshuesados; recuerdos sonámbulos sin memoria y sin cuerpo, osamenta de vida pasada.
Allá, algún tejado en pie, una chimenea tartamuda o callada; acullá arbustos abrevando en la piedra: pezón leproso de una majada por siempre desdentada.
De una majada.
A veces, en las ciudades, queremos desfibrilar el corazón parado de nuestros pueblos y execramos neopolíticas, blandiblús pedagógicos, blablablás folclóricos, monsergas bienintencionadas.
Convocamos siembras de aliagas y cachirulos, jornadas utópicas, barbacoas veganas. Y claro, la aldea tiembla, intenta abrir los ojos (durante cinco horas) en la inane Termópilas de la fiesta barata.
Los trescientos minutos son los espartanos de Leónidas; la Sierra del Pobo, la Persia enrabiada.
Por el estrecho de Artemisio turolense, el río Turia aún se llama Alfambra. Y deja atrás mil pueblos como mi pueblo: Aguilar de la Nada.
Desolador. Es desolador salir a la calle, quitarle la correa a la propia voz y verla volver, al cabo de un silencio, con un hueso de melancolía y una lágrima en la boca: fea, amortajada.
No estamos en la España vacía: estamos en el crematorio de esa supuesta España.