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La piel es el órgano de mayor tamaño del cuerpo. En un adulto normal mide aproximadamente dos metros cuadrados y pesa unos cinco kilos. Entre sus principales funciones —en estado crudo y vivo— se encuentra la de frontera con el exterior, la protección, la caricia o el beso; mientras que, tostada o frita, es una deliciosa golosina entre los dientes del caníbal.
Es además uno de los símbolos más notables de la condición humana y de sus virtudes y defectos, del culto a la ciencia, del valor ante el martirio y del sacrificio a los ancestros, entre otros. Desde las fábulas de la mitología griega poseemos ejemplos, algunos ambiguos, de ello. Ya en mi erudita y perversa infancia me resultó misteriosa la historia del reto musical de Apolo y Marsias. No veía claro que Apolo, dios de la luz y la belleza, tras vencer con su arte a su semisalvaje —pero no menos divino— contrincante Marsias en un concurso musical, lo castigara desollándole vivo.
Al parecer, al sátiro Marsias se le castiga por la insolente soberbia (hybris) de competir con un dios mayor, siendo él un rústico semidios campestre, orgulloso de su tosco instrumento. De todas formas, el propio Apolo reconoció que no era para tanto convirtiendo al sátiro en profundo y caudaloso río. Visto así, algo se entiende y se equilibra, aunque no del todo. La mitología griega está plagada de misterios.
En la Edad Media descubrimos hermosas representaciones de otro lance fascinante con la piel humana como protagonista. Una de ellas pertenece a la realidad histórica, aunque quizá peraltada por la leyenda. En mi adolescencia, este acontecimiento me fascinó aun más que el de Apolo y Marsias, quizá demasiado académico para mi gusto o porque el hijo de Zeus nunca ha sido santo de mi devoción. En 1419, cuatro años después de que Juan Hus muriera como hereje en la hoguera, el bandolero, mercenario y héroe checo Jan Žižka de Trocnov se reunió con otros partidarios y juntos dieron nacimiento a los husitas, un movimiento reformador precursor del protestantismo. En su emblema figuraba un cáliz, que simbolizaba el utraquismo: la hostia y el vino deben ser destinados a todos los participantes de la misa, pues en esa época el vino era privilegio del sacerdote.
Žižka fue uno de los protagonistas de la Defenestración de Praga, cuando fueron arrojados por la ventana del Ayuntamiento siete concejales que habían rechazado amnistiar a los practicantes de utraquismo. Este acontecimiento dio lugar a la revolución husita, y Jan Žižka se convirtió en uno de sus líderes. Sus soldados lo tenían en tal estima y amor que, tras su muerte, sus tropas adoptaron el nombre de “huérfanos” y en su emblema Žižka fue figurado como un pelícano que se saca la carne de su propio pecho para alimentar a sus hijos. Pero, para mi pervertido gusto por lo histórico siniestro, lo importante es que Žižka hizo jurar a los suyos que la piel de su cuerpo se utilizaría para hacer tambores, de manera que pudiese seguir guiando a los ejércitos incluso después de su muerte e infundir así pavor al enemigo. A mí este detalle escalofriante, aunque fuera una invención de sus enemigos, me tiene sin cuidado como tal. Lo que me maravilla y horroriza es imaginar el siniestro estruendo de la piel tensa en los parches de Zizka golpeados por los soldados, la voz del héroe muerto resonando por las callejuelas de Praga, hermana mística de mi Toledo natal.
En mis viaje y peregrinaciones por Italia tras las huellas del Sueño de Polífilo, obra a la que amo sobre todas las que me han acompañado en mi vida de aventurera académica, siempre he quedado prendada de otra joya oscura: el San Bartolomé de la Capilla Sixtina del Juicio Final de Miguel Ángel. El poderoso mártir, que como Marsias fue desollado, sostiene en un brazo su propia piel, en la que se ve claramente su rostro. La tradición cuenta que Miguel Ángel se autorretrató en él como expresión de sus dudas dolorosas sobre si había sido un buen cristiano.
Mi pasión madura por La Llorona me ha hecho descubrir atroces maravillas o revivirlas de manera distinta a la que había aprendido en mi juventud con el controvertido y para mí incomparable antropólogo sir James Frazer. Así, sabía que cuando los españoles llegaron a México admiraron la cultura de Tenochtitlan, pero se horrorizaron ante los crueles ritos religiosos de los mexicas, como la extracción del corazón o el desollamiento con obsidiana. Actualmente, gracias a los estudiosos y sabias investigadoras de la Universidad Autónoma de México, que son los que están sacando a la luz y de las sombras estos secretos no tan atroces, sé que el desollamiento de hombres, mujeres y caballos se hacía en cadáveres como rito tras el sacrificio y no como tortura en vivo. En la celebración del ochpaniztli o siembra del maíz eran desolladas como víctimas sagradas de altísima categoría dos mujeres cuyas edades variaban entre los 12 años la primera y los 40 la segunda, que representaban a las diosas Chicomecóatl y Toci, La festividad de mayor importancia era la dedicada a honrar al dios Xipe Tótec, “nuestro señor el desollado”, durante la cual podían ser sacrificados y desollados hasta quince individuos, con cuyas pieles se vestían algunos devotos, siempre varones.
La cirugía plástica ya no distingue ente lo sagrado y lo profano. Se limita a proveer de belleza extrema y generalmente falaz a quien se deje —y tenga dinero para ello— la piel en clínicas de cirujanos y carniceros estéticos.
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