Senén no pensó inicialmente en que Rufino estuviera muerto sino sólo dormido, en estado catatónico.
Esta es la única frase que me salió intentando escribir una ficción para la semana de los muertos de La Charca Literaria. Después, nada. La frase surgía de darle la vuelta a ese relato (o trozo de novela, ahora no recuerdo) de Torrente Ballester en la que un señor, gallego para más señas, se queda un día inconsciente y no hay manera de que vuelva en sí. Como va pasando el tiempo, retiran su ya algo molesto cuerpo de la cama de matrimonio y lo llevan a la de otra habitación. La cosa se alarga y deciden, muy respetuosamente, aparcarlo bajo el lecho, para así dejar libre, en caso de necesidad, la habitación. Esa necesidad llega y unos años después creo que es la hija, sorprendida en plena faena con un amigo, quien ve aparecer a su padre, muy confuso, de debajo de la cama en la que se retozaban.
Esa historia me introdujo en el tema de los estados catatónicos, asunto que en mi época estudiantil tenían un gran predicamento en los corrillos entre clases. No sólo esas, sino todo tipo de historias misteriosas que dejaban boquiabiertos a todos los dispuestos a mantenerse libres de barreras, en pos de eventuales asuntos sobrenaturales. Ya puestos a pasar por Vic, explicaré en el párrafo siguiente lo que se contaba en uno de esos corrillos, que me ha quedado grabado cual secuencia cinematográfica de impacto, y creo interesante.
Fue después de una clase en la que se decía que la materia ni se crea ni se destruye sino que sólo se transforma en otra cosa o en energía. Hábiles todos en leer una igualdad en sus dos sentidos, conociendo esa equivalencia entre materia y energía, uno nos explicaba los prodigios de un faquir en la India (ya estábamos, entonces, ambientados, usando internamente nuestra experiencia visual en ferias de por fiestas mayores de pueblos). El faquir, vestido únicamente con un taparrabos y esos trapos característicos enrollados en su cabeza, estaba encerrado y maniatado en una jaula, sin posibilidad de salir ni de que le introdujeran un objeto de regular tamaño en su pequeño recinto. Entonces se concentraba, concentraba (en la escena no, pero en la feria de pueblo el faquir aprovechaba esos momentos para pedir a los espectadores ahí reunidos cinco pesetas, un duro suplementario) y toda esa energía mental empleada hacía que de repente —¡plas!— apareciera en la jaula, junto al exhausto pero feliz faquir, ¡un señor melón! Su energía mental se había transformado en ese enorme fruto, que además iba muy bien para combatir los pegajosos calores de esa temporada en la India.
Ahora caigo en que el faquir, como el señor gallego que se tomó esa pausa vital tan larga, estaba bien vivo y coleando, como Senén veía a su vez a Rufino, en mi principio de ficción. Y a mí me pedían que hablara de muertos. Incapaz finalmente de matar de forma coherente a Rufino, he desviado la mirada hacia el cine, hacia esas películas que, de tanto frecuentar, algún que otro poso han dejado en mí.
No se trataba ya de pensar en dramas de esos en los que éste o aquel personaje muere de una forma que, si está bien hecho, te lleva a la correspondiente emoción. No hacía falta. José Luis Guerin, vía Gorki (o al revés…), ya nos hizo entender en su Tren de sombras (1997), por si no habíamos llegado nosotros previamente hasta ello, que todas las películas están repletas de gente —sus actores—, alguno de los cuales ya no están entre nosotros, los que por el momento seguimos, mal que bien, vivos.
Bastaba, pues, escoger una de esas sombras para, cumpliendo lo solicitado, poder figurar en este monográfico dedicado al día de los muertos.
Sin pensármelo mucho he ido a fijarme en una actriz fallecida hace poco y que fue la encarnación de la frescura absoluta durante los años 60 y 70, Anna Karina. Me la pido viendo en un cine La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer, compenetrada con el sufrimiento de esa soldado niña y dejando caer unas lágrimas, que son las que Jean-Luc Godard colocó, primerísimo plano muy bien iluminado por Raoul Coutard, en su Vivre sa vie (1962).
Ahí está mi contribución al día de los muertos. A los muertos a los que queremos, desde luego.