Guárdeme Santa María de la nube negra,
de la niebla fría;
de la tormenta amorosa
me guarde más todavía.
Son versos de Antonio Machado escritos en 1925, tres años antes de su encuentro con Guiomar (Pilar Valderrama), como si anticipara la pasión que sintió por ella y pretendiera exorcizarla. El poeta se desvivió en su emoción amorosa, trovadoresca por imposición de Guiomar, enjaulado su anhelo erótico en los confines de la poesía. Temió la tormenta amorosa, por eso vino a él sin que la buscara, según decía mi tía Ernestina que era una lectora obsesiva de Antonio Machado.
Sus sobrinas sabíamos que tía Ernestina ocultaba un secreto. Vivió 97 años sin confesar la loca pasión que la dejó coja de la pierna derecha. El despecho amoroso lo embalsamó con la poesía de Machado, jamás nos contó qué le pasó un 4 de octubre de 1947 en Baeza. Dicen que ese día llovía y no había nadie en las calles.
Los secretos no existen. Sus sobrinas conocíamos todos los detalles de su tormenta amorosa, de la que no la libró la santa María ni su corte celestial. Los versos que anteceden eran sus preferidos, y casi parece que la oigo ahora con su habla obliterada de eses finales: me guarde más todavía.
Cuando cumplí doce años, mi prima mayor me contó que tía Ernestina había medio matado al boticario del pueblo, un hombre casado con el que se veía a escondidas en la sacristía de la iglesia de Santa María. Ella era muy devota, por eso el párroco le confiaba los arreglos de las indumentarias sagradas. ¡Y es que le estaba destinada la desgracia y los versos!
Tía Ernestina se hizo con el revólver de su hermano militar, citó al boticario en la iglesia y allí le pidió, de rodillas y a lágrima viva, que cumpliera con la promesa de huir juntos a Barcelona para empezar una nueva vida.
El boticario tenía seis hijos y no recordaba promesa alguna. Que era una loca de atar, le dijo y rompió el adulterio allí mismo. Tía Ernestina venía preparada para la traición, sacó el revólver y disparó al corazón de su amante, pero no se sabe cómo, la bala resbaló hasta el dedo gordo del pie izquierdo. Pensó que el ingrato agonizaba en el suelo sagrado, retorcido sobre sí mismo. No quedaba otra que acabar el trabajo, así que apuntó a su propio corazón, pero el temblor de las manos, más por rabia que por pena, desvió la bala a su rodilla derecha.
La tentativa frustrada de crimen pasional quedó en el pueblo como un accidente: tía Ernestina limpiaba el arma cuando se disparó porque estaba sin el seguro puesto; que ocurrió en la casa familiar. Del boticario, ni palabra. Él mismo se hizo la cura de la uña negra. Al año siguiente marchó con su familia a Guadix.
La sangre de la sacristía la limpió el párroco, quien también acompañó a tía Ernestina a la casa de socorro y la consoló del desengaño. Esa fue otra nube negra que en nada afectó a nuestra querida tía Ernestina, recitadora apasionada de estos otros versos:
Hay del triste amor, amor pacato,
sin peligro, sin venda ni aventura,
que espera del amor prenda segura,
porque en amor locura es lo sensato.