No necesito decir que el metro andaba hasta los topes. Si ese era el mejor de los transportes públicos posibles, ¿cómo eran los otros? A lo mejor no eran transportes públicos de este mundo, pero ¿estarían en este? A mí me bastó con ubicarme entre dos teléfonos móviles para cerciorarme de que el mundo es un pañuelo moqueado. Uno de los teléfonos levitaba en la mano tranquila de una joven unida por cables que pendían de las orejas hasta el aparatejo. El otro se agitaba con sonidos de explosiones enlatadas entre las manos de un muchacho que parecía hacerse hueco entre la muchedumbre a fuerza de disparos y bombazos. Una vez más, mi ejemplar de Un mundo sin fin quedaba lastrando el petate que a duras penas sujetaba de pie entre las piernas. De nuevo, buscando el equilibrio. Es fácil cuando no hay hueco ni para respirar: inserto en la masa feliz, el cuerpo se ajusta al suave vaivén del vagón. Parecíamos criarnos juntos, cada cual en sus pensamientos, acaso similares en cuanto a llegar al puesto de trabajo y no ver la hora de vuelta, casi igual, de noche, con ojeras y con un poco más de humanidad, en lo que a olor se refiere.
El metro andaba hasta arriba, sí. Lo de circular era un decir. «Próxima estación: Guzmán el Bueno. Correspondencia con línea seis».
La frecuencia lo es todo en este mundo. Y el azar también. Volvía a coincidir con aquel tipo por tercer día consecutivo. En el mismo andén, a la misma hora, con los mismos resoplidos. Seguía vistiendo un traje gris sin corbata y unos Castellanos negros, en su mano portaba el mismo maletín marrón de cuero con hebillas laterales. Quise pensar que no había reparado en mí y decidí seguirle. Caminaba con paso firme y resuelto, miraba el reloj cada vez que se detenía: en el semáforo, en el paso de cebra, al cruzar un callejón entre los coches y, por último, ante un portal. Cuando se metió, me acerqué presuroso a leer los rótulos junto al telefonillo (parecían oficinas) y, a la carrera, volví rápidamente al edificio donde me esperaba un día más de fascinante papeleo, apenas a dos manzanas.
A media mañana, atorado de tanto memorándum, me levanté y salí del cubículo hacia la cristalera. Me dio por pensar que el tipo estaría haciendo lo mismo dos calles más abajo. Que estaría asomado a un ventanal para alejarse de la presbicia, tal vez mirando lo mismo que yo: en lontananza, deteniéndose inopinadamente en uno u otro detalle de la calle y de los transeúntes, examinando las cornisas. Quién sabe. En esas divagaciones me hallaba cuando sonó el teléfono en el bolsillo. Lo descolgué y escuché una voz masculina: «Te veo». Miré a un lado y a otro. La voz insistía: «Te veo. Me ves. Te veo». Teléfono en mano y sin colgar, me fui sigilosamente hacia las escaleras. Las bajé acompañado con aquella voz de fondo: «Cuando crees que me ves, cruzo la pared…». En el portal la voz hizo «chas» y aparecí en la calle. Intuitivamente, fui corriendo hacia el edificio del hombre misterioso y, una vez allí, presioné agitado todos los botones del telefonillo. Eso provocó una desagradable polifonía: «¿Sí?», «¿por quién pregunta», «abierto» … Me introduje en el edificio y ascendí a zancadas las escaleras hasta la primera planta. Seguí con el teléfono en la mano, por el que se oía rítmicamente: «Caliente, caliente, eh, oh, caliente, caliente, oh, ah…». Me topé ante un mostrador, en el recibidor. No había nadie, y me adentré. Descubrí una gran sala en la que se disponían varias decenas de biombos que demarcaban lo que parecían pequeños puestos de trabajo. Fui recorriendo la senda laberíntica que comunicaba cada uno de los minúsculos despachos. La ausencia de rumor ya me había advertido de lo inhóspito de la sala, pero necesitaba asegurarme. Supuse que habría una sala de juntas o algo similar donde pudieran estar reunidas todas las personas que habrían dejado en marcha todos y cada uno de los ordenadores que vi encendidos y dispersos por el laberinto de antiparas. Como no encontré más dependencias, aparte de los baños, retomé el hilo de Ariadna de camino a las escaleras. Subí a la segunda planta: salía un corredor que repartía a una decena de puertas. Se me antojaron demasiado pequeñas y opté por recorrer el edificio escaleras arriba. La tercera planta era como la segunda. También la cuarta, la quinta, la sexta y la séptima. Y desde esta última accedí a la azotea. «Gira, il mondo gira, nello spazio senza fine…», que no era precisamente la voz de Jimmy Fontana, y, harto de la búsqueda y de la dichosa voz, colgué el teléfono.
La jornada transcurrió con la monotonía de siempre hasta unos minutos después de salir de la oficina. Rebusqué en la lista de llamadas la de la voz misteriosa. Debía de ser la que aparecía con número oculto. Decliné las cañas con los compañeros y me dirigí hacia el edificio. Me aposté tras el tronco de un árbol para vigilar el portal. En apenas dos minutos, salió el tipo. Le seguí. Fue a la estación de metro, cruzó los tornos, esperó en el andén mirando el reloj compulsivamente y, cuando llegó el convoy, se metió en un vagón. Hice lo mismo, salvo lo del reloj, y entré a duras penas en el vagón contiguo. Le perdí de vista, pero mantuve la atención hacia donde le había visto entrar. Al final del trayecto, salí resoplando del vagón con esperanzas de no haber perdido al individuo. Musité un «¡albricias!» cuando le vi a lo lejos, en las escaleras mecánicas. Seguía con el característico movimiento de muñeca una y otra vez. Ya fuera de la estación próxima a mi apartamento, vi cómo se detuvo: miraba en todas direcciones, quizá temiendo ser vigilado (muy prudente por su parte). Y entonces contemplé cómo se despojaba del reloj y lo echaba a una papelera. Reinició el paso y aproveché para acercarme a la papelera. Rebusqué y encontré el reloj: clásico, de esfera blanca, agujas negras y correa de acero. Estaba parado. Consulté la hora de mi teléfono: apenas un minuto de adelanto sobre el de pulsera. Rápidamente, volví la cabeza tratando de encontrar al extraño personaje. Lo había perdido.
Casi todo ha vuelto a ser igual que aquel día. A veces añoro los instantes de emoción que me suscitó aquel tipo. Sigo los dictados de mi formación hipnopédica y, si me surge el aburrimiento, sacudo la muñeca y miro el reloj que me dejó en la papelera. El tiempo se paró entonces, pero este mundo sigue girando.