Es curioso, pero algunas cosas de este mundo parecen estar hechas para encajar: el toro y los toreros, las gasolineras y los coches, la verdura y el régimen de adelgazamiento… O, también, las tiendas de ropa y los compradores, como las rebajas de temporada y un servidor, que aprovecha las ofertas de primavera para comprarse, cada año, un pantalón de tela, por lo general de algodón y azul marino, que es un color muy sufrido. Normalmente llevo chándal, pero los domingos y festivos me calzo un pantalón de verdad, una camisa de rayas y un sombrero para el sol, y me paseo por los bares del barrio, saludando a este y al otro, para que vean que todavía existo. ¡Un vermut en casa Braulio y que salga el sol por Antequera! Así soy yo: un tipo sencillo que sabe estar a la altura cuando conviene.
Suelo buscar los pantalones —ya lo he dicho: siempre de algodón, de tonos oscuros— en las rebajas de los grandes almacenes o en alguna tienda del centro, donde pueda probármelos y me arreglen los bajos. Confecciones Maribel es una de ellas: solo ropa de caballero, de actualidad y a precios razonables. Allí me compré el pantalón del año pasado. Allí he ido a comprarme el de este, llevándome puesto el del año anterior para facilitar las cosas.
—Querría unos pantalones como estos —le he dicho. Aparentemente, la dependienta me recordaba de pasadas incursiones.
—Estupendo. ¿Qué talla usa? —me ha preguntado con una sonrisa amplia, reforzada con pintalabios— ¿La cuarenta y seis? ¿La cuarenta y cuatro? Yo diría que la cuarenta y cuatro. Le veo más delgado. ¿Qué dice la etiqueta?
—Creo que no tiene etiqueta —me he excusado—. Soy de cortar las etiquetas cuando llego a casa.
—No puede ser, ¿me permite? —y sin mediar palabra ha empezado a hurgarme en la parte trasera del pantalón hasta que ha conseguido sacar la etiqueta y leer los números. La dependienta olía a jazmín.
—¿Ve usted? 32 x 34. O sea, la cuarenta y dos. Le sacaré una cuarenta y dos… ¿qué le parece este color verde oscuro? Le combina con el color de sus ojos y con esa camisa tan chula que lleva puesta. La compró aquí, ¿verdad? Le tengo calado de otras ocasiones, usted es un cliente habitual.
Realmente, la dependienta —una cincuentona pizpireta con gafas descomunales y una coleta de pelo castaño que agita con gracia al caminar— sabía cómo jalearme. Todo en ella eran sonrisas y miradas insinuantes. ¿Debo decir que estábamos solos en la tienda?
—Le voy a dar una cuarenta y dos, verde oscuro, y una cuarenta y cuatro, azul marino… usted se las prueba y a ver cómo le quedan. No hace falta que le ciña la barriga, porque apenas tiene. Si viera usted a mi marido… ha de abrocharse los pantalones por debajo de la cintura porque no le caben con ese barrigón…
La mención al marido suele ser habitual en las mujeres bien predispuestas. Es una especie de freno a la exteriorización de sus instintos. Y en este caso, mencionar la barriga del marido apuntaba todavía más hacia lo que, desde que entré en la tienda, sospechaba: los calores de la primavera habían hecho mella en la dependienta, que se desvivía por satisfacerme.
La sospecha se ha confirmado cuando la chica ha descorrido de improviso la cortinilla del probador para enseñarme un chaleco color aceituna que, según ella, combinaría perfectamente con los pantalones que me estaba probando. Yo estaba a medio vestir, pero ella ha insistido en mostrarme cómo el pantalón y el chaleco casaban con mi camisa, con mis ojos y con mi ropa interior: esa camiseta con hombrillos, gris marengo, que me pongo cuando voy de compras. El bóxer Ocean también hacía juego.
—Póngaselo, a ver cómo le queda… Y perdone, le espero fuera para cogerle los bajos…
La dependienta me ha recordado a esos torerillos que a la puerta de la plaza piden una oportunidad, a los automovilistas que hacen cola ante el surtidor porque necesitan llenar el depósito, a las mujeres sometidas a un régimen de adelgazamiento que, de improviso, se descubren relamiéndose a la puerta de una pastelería.
Cuando salí del probador con todo el equipo, la dependienta no ha podido sino alabar el conjunto. Se ha arrodillado para cogerme los bajos con mano temblorosa y luego me ha acompañado de nuevo hasta la cortinilla. Esta vez traía un cinturón de piel con una hebilla dorada la mar de vistosa.
—Póngasela, verá cómo realza su figura…
No voy a alargarlo más. La he cogido del brazo y la he arrastrado al probador. La dependienta se ha dejado aprisionar contra el espejo, empañado por nuestros jadeos. Nos hemos besado alocadamente mientras ella fingía querer salir huyendo.
—Pero… ¿qué hace? —me ha gritado tras el segundo envite.
—¿Cómo que qué hago? —le he respondido aflojando el abrazo— ¡Cumplir con mi obligación!
Así son las cosas. Cada cual ha de hacer lo que le corresponde.
La chica metió en una bolsa el cinturón y el chaleco verde oliva, me cobró la compra, incluido el arreglo de los bajos del pantalón, y anotó en un papel qué día y a qué hora podía pasar a recogerlo.
—Le advierto que —me ha dicho— por las tardes, a la hora de cerrar, suele estar mi marido. Pase usted a media mañana, como hoy, si es que no tiene otras obligaciones que cumplir…
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