En el número 35 de La Gaceta Literaria de junio de 1928 se publicó un texto de Luis Buñuel titulado «Variaciones sobre el bigote de Menjou», que un año antes había salido en francés en Cahiers d’Art. En él, Buñuel hacía un panegírico del bigote que lucía el actor de origen francés Adolphe Menjou, y afirmaba que la gran fuerza menjounesca irradiaba precisamente de su aderezo piloso. Con esta boutade, el de Calanda ponía de manifiesto, no solo su defensa del cine americano ante la acusación de superficialidad que pesaba sobre él por alejarse del lenguaje teatral y literario, sino que al centrar la atención de modo tan hiperbólico en el mostacho de Menjou («una extraordinaria expresión; una página de Proust realizada en el labio superior») dejaba patente la querencia de los surrealistas por el cuerpo como referente artístico y, en especial, por el ejercicio de sinécdoque que suponía realzar una de sus partes y segmentarla del resto para elevarla a la categoría de sujeto estético.
Años más tarde, en 1940, Tono y Mihura tuvieron la desopilante ocurrencia de doblar al castellano Unsterbliche melodien, una —parece que soporífera— película austríaca sobre la vida de Strauss. El experimento, definido por ellos mismos como «una película de gracia estúpida», consistía en inventar diálogos absurdos que contrastaran con la lírica gravedad de las imágenes, algo también muy del gusto de los surrealistas. Lo titularon Un bigote para dos, y las diez únicas copias que existían fueron destruidas por Cifesa. Lamentablemente no se han podido recuperar, aunque dos estudiosos del mundo de La Codorniz, Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, han encontrado el guion de Tono y Mihura y han incrustado los diálogos, a modo de subtítulos, en la película austríaca original.
Sirvan estos dos ejemplos como excusa para hablar de bigotes y de su importancia en el cine, teniendo en cuenta modas, estilos y, sobre todo, simbologías. Parece una cuestión baladí y si la comparamos con otras de mayor calado, probablemente lo sea. No obstante, quien haya leído El bigote, la novela de Emmanuel Carrère publicada hace años por Anagrama, sabrá que algo tan nimio como este adorno que sombrea algunos belfos masculinos a mayor gloria de su virilidad, es susceptible de desencadenar tramas de tintes kafkianos.
La Biblia, el libro fundacional de la civilización occidental, ha sido el reclamo perfecto para la plasmación en imagen cinematográfica de toda suerte de profetas, patriarcas y mesías cuyos bigotes, siempre formando unidad con pobladas barbas, han mostrado las tendencias estéticas de la época en que fueron rodadas las películas. Así, en la versión de 1923 de Los diez mandamientos, Cecil B. DeMille mostraba a un Moisés con el rostro de Theodore Roberts, que era la imagen reverencial del profeta del Antiguo Testamento: larga melena, frondosa barba blanca y, por supuesto, bigote. Se trataba del Antiguo Testamento, pero no solo del bíblico. También lo era del Hollywood de los primeros tiempos, con su iconografía aun decimonónica en contraste con lo que llamaríamos el Nuevo Testamento del star system, que empezó a despuntar en los años 30. En 1956, el público había cambiado y la televisión era una amenaza constante, por lo que DeMille, en la segunda versión de Los diez mandamientos, tuvo que añadir a la espectacularidad de la acción y a los atributos pilosos de Charlton Heston (con un aspecto menos salvaje que los de su antecesor), la exhibición de una portentosa musculatura y de unos pectorales untados de aceite y perfectamente depilados. Irónicamente, y dado que los americanos se pirran por la cosa bíblica, décadas después, Samuel L. Jackson encarnaría bajo las órdenes de Tarantino al bigotudo y sentencioso Jules Winnfield, el asesino a sueldo de Pulp Fiction que, entre disparo y disparo, recitaba el versículo 25:17 de Ezequiel.
Vincent Price, que también participó en Los diez mandamientos de 1956, solía llevar bigote: unas veces fino y afilado, y otras, largo y espeso. El suyo era un bigote de serie B, el de un tipo cáustico que se mofaba de sí mismo porque era capaz de relativizarlo todo y de convertir en sátira el terror. Un poco como le ocurría a Boris Karloff, que en 1933 y dirigido por Charles Brabin, se puso en el pellejo de Fu Manchú, el pérfido bigotudo creado por Sax Rohmer y uno de esos personajes retorcidos que acostumbraban a caerle en suerte al actor. Karloff hizo una composición memorable del sádico chino que se desenvolvía entre majestuosos escenarios expresionistas y que —vestigios de la cultura colonialista— concentraba en su persona toda la maldad atribuida al extranjero, al otro.
Hablar de bigotes en el cine es, por fuerza, hablar de Groucho Marx. Groucho fue el hombre pegado, no a una nariz, como en el soneto de Quevedo, sino a un puro, a unas gafas y a un bigote (además de estarlo también a sus hermanos). Tres elementos básicos, casi caricaturescos, que conformaron una personalidad única. Al igual que los colaboradores de La Codorniz, también Groucho bebía de las fuentes del humor absurdo y lo transformaba en pura genialidad. Humor y bigote suelen ir de la mano porque el bigote tiene algo de esperpento. López Vázquez y Sazatornil, dos ilustres bigotudos del cine de barrio y reestreno, representaron en aquellas comedias para consumo del espectador del tardofranquismo, una visión desaforada del español medio. Un tópico al que Berlanga, sin perder un ápice de vis cómica y aportando grandes dosis de mala leche, iba a darle una vuelta de tuerca que provocó que el mismo Franco sentenciara que “Berlanga no es un comunista, es algo mucho peor: es un mal español”.
El tándem humor-bigote da para mucho más: desde el minúsculo mostacho de Oliver Hardy, el gordo que hacía pareja cómica con el flaco Stan Laurel, hasta el bigote de Gene Wilder en El jovencito Frankenstein, pasando por el de Cantinflas, tan desestructurado que apenas rozaba las comisuras de sus labios. Por no hablar del bigotón-cepillo a lo Mark Twain de Ben Turpin, un cómico de principios de los años 20 que basó todo el gracejo de su personaje en la mezcla de dos ingredientes que resultaron infalibles y eran la quintaesencia del vodevil circense: el consabido bigote, siempre rígido y negrísimo como el ala de un cuervo, y el bizqueo de sus ojos. Y por supuesto, no podía faltar el de Chaplin: un bigote minimalista que lo mismo servía para potenciar el romanticismo de la figura de Charlot, que para caracterizar con una pincelada a sujetos perversos como Monsieur Verdoux y Hitler, parodiado sin contemplaciones en El gran dictador.
Chaplin, al igual que Max Linder, cómico de aspecto distinguido y con un impecable bigotito que formaba parte de su personalidad artística, ocupó las páginas de la crónica negra. El primero, a cuenta del asesinato del director Thomas H. Ince a manos del omnipotente William Randolph Hearst, que se confundió y erró el tiro que iba destinado a Chaplin. Según cuentan las crónicas, el crimen ocurrió de noche en el barco del magnate, que, celoso de la relación que Chaplin mantenía con Marion Davies, a la sazón, amante de Hearst, disparó contra la persona equivocada. A Hearst lo interpretó Orson Welles en Ciudadano Kane usando el nombre ficticio de Charles Foster Kane. En la película, dirigida también por él, el personaje ostentaba un imponente y señorial bigote que se revelaba como una metáfora más de su poder ilimitado, sobre todo teniendo en cuenta que el rostro del auténtico Hearst lucía un perfecto afeitado. Por lo que respecta a Max Linder, su caso responde al tópico del cómico que hacer reír pese a sufrir un calvario interno de depresiones concatenadas. Lo suyo fue un sangriento pacto de suicidio con su mujer, al estilo del que llevaron a cabo en Petrópolis el escritor Stefan Zweig y su esposa Lotte a causa del desarraigo que les produjo errar de un país a otro en su constante huida del nazismo.
La vida, como el arte, es un ir y venir de tragedias y alegrías que se solapan y se funden formando un todo. De tal mezcolanza surge el humor negro y la necesidad de que lo humorístico y lo serio se sirvan mutuamente de contrapunto. Esto es, precisamente, lo que hizo Hitchcock en Secret Agent (1936), una película en la que la intriga y la pérdida de identidad, con el trasfondo de la Primera Guerra Mundial, convivían con la jocosidad que aportaba el personaje del incomparable Peter Lorre, un militar mexicano con ridículo bigotito, que atendía por el hilarante nombre de General Pompellio Montezuma De La Vilia De Conde De La Rue. El bigote como rasgo distintivo de una etnia o de un país concreto, en este caso México, también lo usó Orson Welles en Sed de mal para caracterizar al héroe fronterizo Mike Vargas, interpretado por Charlton Heston, quien dos años después de haberse despojado de las barbas de Moisés y unos cuantos antes de ser el presidente de la Asociación del Rifle, exhibía en la película de Welles un enorme mostacho, se supone que tan típicamente mexicano como el que llevaban Douglas Faribanks y Tyrone Power en sus respectivas versiones de El Zorro.
En el cine negro, como en el wéstern clásico, no abundaban los bigotes. Pero sí en la alta comedia, en el cine romántico, en el de aventuras y en el drama. ¿Cómo no acordarse del fino y recortadísimo bigotín de William Powell en la serie de comedias The Thin Man, co-protagonizadas junto a Mirna Loy? ¿Cómo habría sido La alegre divorciada, el musical de Astaire y Rogers, sin el atildado bigotillo de Erik Rhodes, el petimetre Bedini que acumulaba todos los lugares comunes que el imaginario norteamericano suele endilgarle a lo italiano? El cine le debe mucho al bigote: al de Errol Flynn en Robin Hood, afilado y estilizado, y al de Clifton Web, ralo y elegante, perfecto para interpretar tanto al siniestro enamorado Waldo Lydecker de Laura (Otto Preminger, 1944) como al atribulado Mr. Belvedere. En menor medida, le debe también al melifluo bigotillo de George Brent, un galán de segunda, una suerte de Clark Gable sin la picardía, el encanto y esa sonrisa ladeada y socarrona —Serrat dixit— que, junto con el bigote corto tan en boga en la época, hicieron de él un icono de la seducción. El héroe romántico tampoco sería el que es sin el impoluto bigote de Robert Taylor, referente de masculinidad ante una Vivien Leigh atormentada por su pasado de meretriz en El puente de Waterloo. O sin el de Ronald Colman, circunspecto y delicado, ideal para imprimir carácter a sus papeles de hombre desvalido y, a menudo, víctima de su propia dualidad y de la pérdida de identidad. Lo mismo le sucedía al personaje de Harry Dean Stanton en París,Texas (Wim Wenders, 1984) cuando vagaba sin rumbo por el desierto, amnésico como el Colman de Niebla en el pasado, y sin más señas de identidad que su traje oscuro, su gorra roja y un hirsuto mostacho.
Es imposible imaginar al lampedusiano principone di Salina sin el rostro, la barba y el bigote de patricio que le cedió Burt Lancaster en la versión de Visconti de El Gatopardo. Del mismo modo, y siguiendo con Visconti, la figura trágica de von Aschenbach, el pulcro profesor de Muerte en Venecia, se asocia a su vestimenta blanca, a la redonda montura de sus gafas y a su primoroso bigote casi decimonónico. El bigote de Dirk Bogarde en Muerte en Venecia es el bigote del perdedor que agoniza frente al Adriático mientras la sinfonía de Mahler le acompaña en su contemplación de la belleza fugaz. Pese a lo distinto de sus registros, caben igualmente en la categoría de perdedores bigotudos el Steve Buscemi de Fargo y los personajes de El gran Lebowski, representados por ese narrador chandleriano que encarnó Sam Elliott. Como contrapartida, existe también el bigote del triunfador: está el modelo hortera tipo Burt Reynolds, y el de justiciero vengador a lo Charles Bronson. Los hay también pétreos, de western crepuscular y de spaghetti western, como los de Lee van Cleef y Franco Nero en el Django de Corbucci, película, personaje y director homenajeados por Tarantino en 2012, con un protagonista (Jamie Foxx) bigotudo como el original, aunque de piel negra. Y naturalmente, no podían faltar los del cine porno de los 70 y 80: ahí tenemos, sin ir más lejos, a Ron Jeremy y John Holmes, dos actores entre cuyos atributos destaca también un monumental bigote.
Más allá de modas, usos y costumbres, lo cierto es que llevar o no bigote marca una diferencia. Sutil, pero diferencia al fin y al cabo. Ya lo dijo Ramón Gómez de la Serna en una de sus Greguerías: «la G es la C que se ha dejado bigote y perilla».